Dicen que, cuando se acerque el fin de los tiempos, todos experimentaremos en vida un juicio particular como el que experimentan las almas al morir. Nos veremos a nosotros mismos como nos ve Dios, tal como somos en realidad, y no tal como imaginamos que somos en nuestra inconsciencia y nuestra ignorancia. Posiblemente temblaremos de horror al ver nuestra verdadera imagen en el espejo de la eternidad, tan terriblemente distinta de la imagen de nuestra fantasía, y tal vez ese choque brutal pueda incluso provocarnos la muerte, al no poder sosportar la verdad sobre nosotros mismos, tal como supongo que sucede con las almas que, al verse en ese espejo que no puede engañar, se arrojan voluntariamente al fuego del Purgatorio. Sobre el infierno prefiero no especular.
No sé si eso será cierto o no, pero algo realmente traumático debe tener en mente el Creador como última oportunidad para salvarnos, dada la indolencia y la estúpida autoestima que se ha apoderado de la humanidad, y no puedo imaginar nada más traumático y efectivo que ese mirarnos en el espejo de la verdad.
Se me ha ocurrido esta reflexión pensando en uno de los pecados más graves en que incurrimos los hombres, especialmente los de esta generación autosatisfecha, un pecado merecedor de la pena de ser arrojado a las tinieblas exteriores, donde hay llanto y crujir de dientes. Me refiero al pecado de enterrar los talentos (Mt. 25, 14-30)
“Quitadle, pues, el talento y dadlo al que tiene diez talentos, porque al que tiene, le será dado, y tendrá más, y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mt. 25, 28-30).
Dios ha dado a todos una provisión de talentos, y es curioso que utilicemos la misma palabra que designaba a la moneda más común en la antigüedad, de la que habla el evangelio en esa parábola. Ha dado a unos más y a otros menos, a unos de una clase y a otros de otra, pero todos llegamos con nuestra provisión de talentos en el talego. Y lo único que Dios nos pide es utilizarlos. Parece sencillo, ¿no? Sólo se nos pide utilizar los talentos naturales con los que hemos sido favorecidos. Pero, ¿lo hacemos?
No se nos pide la genialidad; no se nos pide devolver la inversión multiplicada n veces. Se nos pide un uso razonable de esos talentos, un uso que haga posible mejorarlos de algún modo, obtener de ellos algún rendimiento, de forma que, al utilizarlos, mejoremos en alguna medida, por pequeña que sea, la creación de la que el Creador nos ha nombrado administradores.
¿Cómo utilizamos en realidad nuestros talentos? ¿Procuramos con ellos mejorar la situación que encontramos al llegar, aliviar el sufrimiento de los demás, aumentar su conocimiento? Parece, dada la experiencia observable, que no ese ese el uso más habitual de nuestros talentos. Parece que, en general, sólo sabemos utilizarlos en nuestro propio provecho, sin que nos importe demasiado el estado general de la hacienda que se supone administramos.
Los utilizamos para enriquecernos, para destacar sobre los demás, incluso al precio de aplastarlos bajo nuestros pies, para obtener poder, riqueza y placer… Y de ese uso se nos pedirá cuenta. Pero hay aún un caso que me parece peor y más grave que utilizar indebidamente los talentos, y es no utilizarlos en absoluto.
En definitiva, utilizar los talentos, incluso indebidamente, supone de alguna forma desarrollarlos, mejorarlos, y quien desarrolla sus talentos tiene siempre la oportunidad, la aproveche o no, de usarlos debidamente. Pero quien no los utiliza en absoluto, quien deja que sus talentos languidezcan y se atrofien, ¿qué contribución puede hacer ese tal a la existencia?
¿Y cuántos de nosotros dejamos indolentemente languidecer y atrofiarse los talentos con los que Dios nos ha equipado? ¿Hay mayor injusticia que esa, despreciar el regalo del Creador? ¿Cuántos de nosotros, por ejemplo, teniendo inteligencia y medios para saber, para comprender, elegimos la ignorancia por no hacer el esfuerzo que requieren el conocimiento y la comprensión? ¿Cuántos de nosotros, en vez de intentar aprovechar la experiencia que tantos hombres han dejado a lo largo de la historia en forma de escritos, preferimos enterrar nuestra inteligencia en nimiedades, en pasatiempos?
¿Es eso la vida para nosotros, pasar el tiempo?
Hay crímenes horrendos, demoníacos, que todos vemos cada día: violaciones, asesinatos, masacres… Pero hay otros crímenes, mucho más cotidianos, que pasan desapercibidos porque reflejan la normalidad que nos rodea y por eso no destacan. Son los crímenes de la tibieza humana, de la tibieza lánguida y destructiva que olvida la amenaza que se cierne sobre ella: “Así, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apo. 3-16).
El siervo inútil de la parábola entierra el talento por miedo a perderlo, mientras que los otros siervos aceptan el riesgo de utilizarlo, porque usar el talento, invertirlo, supone siempre un riesgo, el riesgo de que la inversión no rinda lo esperado, o incluso de que se pierda. Pero el que pone los talentos en nuestras manos asume el riesgo, y espera de nosotros que también lo asumamos. El siervo inútil no quiere asumir riesgos. Los siervos útiles los asumen. Unos obtienen más y otros menos, y todos reciben su recompensa. Pero yo estoy seguro de que, si uno de los siervos hubiera perdido su talento, o parte de él, a causa de una inversión desafortunada, no hubiera desatado la ira del propietario, como la desata el que entierra el talento. El propietario habría valorado la causa de la pérdida, la mayor o menor habilidad del inversor, las circunstancias tal vez imprevisibles que hubieran condicionado el desarrollo de la inversión, y con todo ello habría valorado la pericia del siervo inversor y su mayor o menor capacidad para asumir nuevos riesgos. Pero en ningún caso lo hubiera arrojado a las tinieblas de afuera, como al siervo inútil.
Esa es la enseñanza. Dios nos pide asumir riesgos, y acepta que podemos perder. Lo que no acepta es que enterremos el talento.