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En estos tiempos convulsos

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Todas las instituciones de España están en crisis y, fuera de ella, el horizonte de sentido que ha guiado durante décadas a nuestro país, la unidad europea, también lo está. Es un tiempo convulso, en el sentido de que todas las instituciones generan una profunda desconfianza y crece una sensación de injusticia y de frustración. Si todas las instituciones están en crisis es porque la propia sociedad también lo está, y se trata de una crisis moral. El problema no es de leyes sino de su cumplimiento. Nada resolvemos legislando si después se cumple mal una norma que se ha establecido. Más bien hay un exceso de normas que intentan protegernos de la corrupción y la práctica demuestra que no sirven. Si el problema es de cumplimiento es debido a que no disponemos de las virtudes necesarias como sociedad y como individuos para cumplir de manera masiva con aquellas leyes. Y también porque muchas de ellas están profundamente equivocadas y, al responde solamente a criterios instrumentales, el bien no aparece en su contenido. Tan solo se trata de aquello que han conseguido ponerse de acuerdo en un momento determinado a través de criterios marcados por la subjetividad exacerbada. El bien en las leyes no aparece por generación espontánea. Solo si se introduce desde el principio, o el marco de referencia dentro del cual se produce lo contiene, podrá garantizarse su presencia.

Tenemos por tanto dos problemas profundos: el de la consecución del bien colectivo, el bien común, y el de las virtudes necesarias para lograrlo. La corrupción es por definición, incluso por definición de diccionario, un vicio. Y por consiguiente solo lo combatiremos con la virtud. Las medidas técnicas por sí solas están lejos de bastar. Afirmar que la crisis de las instituciones es la crisis de nuestra sociedad es decir, al mismo tiempo, que la causa radica en la ética relativista que desde hace años impera en España de la mano de un laicismo agresivo que ha excluido la idea de Dios de toda cuestión pública. Un laicismo que nos ha librado al imperio de una cultura del deseo, del hiperindividualismo hedonista y narciso donde el bien se confunde con la preferencia: ¿qué es lo bueno?, aquello que yo prefiero. Y con la justicia al servicio a mis intereses: ¿qué es lo justo?, aquello que me beneficia. Y esto es un gran error, un inmenso error. Ninguna sociedad puede funcionar bajo tales premisas.

Necesitamos como personas y como sociedad un nuevo proyecto basado en nuestra tradición cultural, en la tradición cultural de Occidente que tiene como eje la razón objetiva, capaz de crear un marco de referencia dentro del cual funcionen nuestras actitudes, nuestros juicios y nuestras acciones, que nos sirva para reflexionar y nos guíe en esta reflexión. Un marco de referencia basado en la ética de las virtudes aristotélico-cristianas que han impregnado todo el desarrollo de nuestra sociedad a lo largo de la historia. Si no es así, si continuamos con la fragmentación moral, con la idea de que cada uno funcione con su propio bien pequeñito, es decir con su exclusiva preferencia personal, esto, amigos y amigas, no tiene arreglo. Necesitamos una gran revolución moral y cultural capaz de asumir el fracaso de unas ideas que hasta ahora han imperado y la necesidad de reconstruir un nuevo orden objetivo en el que podamos afirmarnos, que nos ayude a actuar bien sin merma de nuestra libertad y, por tanto, de nuestra capacidad de equivocarnos.

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