El relato de las bodas de Caná (Jn 2,1-12) es único del evangelista Juan, no se encuentra en los sinópticos. Con la narración del hecho empieza el relato joánico del ministerio de Jesús. Las bodas de Caná abren al mismo tiempo el ciclo de los “relatos de los milagros” o de las “señales”.
El relato se inicia “tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos” (Jn 2,1-2). Es incierto si la ubicación de esta pequeña ciudad coincide con la actual Kefr Kenna, siete kilómetros al nordeste de Nazaret, o bien con las ruinas de Khirbet Qana, sobre el límite septentrional de la llanura de Battof, a catorce kilómetros al norte de Nazaret. La antigua tradición, que se puede tener por digna de crédito, está a favor de Khirbet Qana, e indica como lugar exacto la cima de la colina que lleva eses nombre.
El relato nos dice que a la boda asistieron tanto María como Jesús y sus discípulos. En la actualidad, entre los árabes la “madre de X” es un título honorifico para designar a una mujer que ha tenido la fortuna de dar a luz un hijo. Juan nunca la llama María. Conforme a la usanza judía, una fiesta nupcial debía durar 7 días cuando la esposa era virgen, y tres, o aún menos, cuando era viuda. De las fuentes rabínicas se concluye que los invitados llegaban y se volvían a ir cada día, y únicamente los que habían tomado parte en el cortejo de la esposa debían permanecer en la fiesta toda la semana.
En la boda “se había acabado el vino. Le dice a Jesús su madre: “No tienen vino”. Jesús le responde: ¿Qué tengo yo contigo mujer? Todavía no ha llegado mi hora. Dice su madre a los invitados: Haced lo que él os diga” (2,3-5). El vino se acabó en la boda, Derrett, experto en derecho oriental, ha hecho un cuidadoso estudio de las costumbres judías y nupciales, y ha encontrado pruebas de que la provisión de vino dependía hasta cierto punto de los regalos que hacían los invitados. Cree que Jesús y sus discípulos, a causa de su pobreza, no habían cumplido con este deber, y que ello se debió a la escasez de vino. A primera vista parece que Jesús le responde de una manera un poco dura a su madre, sin embargo no se trata de un desaire llamarla “mujer”, no indica falta de afecto (en Jn 19,26, a punto de morir, Jesús llama así a María). Era la forma normal y más respetuosa con que Jesús se dirige a las mujeres (Mt 15,28; Lc 13,12; Jn 4,21; 8,10; 20,13). El vocativo “mujer” nos lleva a pensar que tiene un alcance simbólico (Cf. Ap 12). En el AT no se le encuentra, pero es muy usado en griego. Con este título se dirige Edipo a su esposa Yocasta y Augusto a la reina Cleopatra. María es una mujer atenta a las necesidades del otro, aquí en las bodas también se encuentra al servicio, es ella quien se da cuenta de la falta de vino, es ella también quien asiste a su prima Isabel (Lc 1,39-45).
Jesús le dice a María que “su hora no ha llegado”. De la hora de Jesús se habla también en otros pasajes (Jn 7,30; 8,20; 12,23; 13,1; 17,1), e indica en todos ellos el momento prefijado por Dios para la muerte y la consiguiente exaltación. En Jn 7,6, en lugar de la expresión “mi hora”, Jesús emplea otra, “mi tiempo”, refiriéndose en ella al momento en que en Jerusalén se revelará al mundo, mediante la ejecución de grandes prodigios. Aquí en el v.4 “hora” significa el momento de llevar a cabo el primer milagro, destinado a revelar su gloria (v.11). Así pues, Jesús se niega a atender la súplica de la madre, porque el momento fijado por el Padre celestial para comenzar su actividad taumatúrgica no ha llegado aún. Sin embargo ¿llega la hora que antes no había llegado? Un episodio análogo de la vida de Jesús (Mt 15,21-28; Mc 7,24-30) puede darnos al respecto una respuesta satisfactoria. Ante la mujer pagana que pedía auxilio para su hija, poseída del espíritu maligno, en un principio Jesús la rechaza y en forma áspera, apoyando su rechazo en que él no ha sido enviado más que para las ovejas descarriadas de la casa de Israel. Al final Jesús le realiza el milagro diciéndole “Mujer, grande es tu fe, que te suceda como deseas” (Mt 15,28).
En la boda había “allí seis tinajas de piedra, destinadas a las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Jesús les dijo: llenad las tinajas de agua. Ellos las llenaron hasta arriba. “Sacadlo ahora-les dijo- y llevadlo al maestresala”. Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de donde era, llamó al novio y le dijo: Todos sirven primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos el inferior. Tú en cambio has reservado el vino bueno hasta ahora” (Jn 2,6-10). En cada recipiente cabían de dos a tres medidas (en hebreo “bat” y en griego “metretés”, equivalente a 39,38 litro por medida), el uso de las tinajas de piedra se debía probablemente a las normas levíticas sobre impureza ritual (Lv 11,29-38), las tinajas de barro pueden hacerse ritualmente impuras, por lo que hay que romperlas, mientras que las de la piedra no contraen impureza alguna (cf. Mishnah Betsah 2,3. Sobre las purificaciones judías cf. Mc 7,3-4).
Normalmente se acostumbra a ofrecer a los invitados a bodas el vino bueno cuando todavía están sobrios y cuerdos, porque aún conservan el buen paladar para saborear y alegrarse con el vino generoso. Para el que está bebido ese buen vino es como tirado: por eso a medida que avanza el tiempo se pasa a un vino peor. Lo que el maestresala saborea va en contra de tal uso y también contra las expectativas del propio mayordomo, quien se admira de que después de agotado el vino, quede todavía algo tan singularmente sabroso. El novio había servido lo mejor para el final.
El evangelista nos dice que “éste fue el comienzo de los signos que realizó Jesús, en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos” (Jn 2,11). El primer signo (gr. semeion) tiene la misma finalidad que todos los que seguirán; concretamente, realizar “una revelación de la persona de Jesús”. En contra de las interpretaciones de algunos críticos, Juan no insiste primariamente en que se cambia el agua en vino (que no se describe en detalle), ni siquiera en que el resultado fue el vino. Tampoco insiste Juan primariamente en María o en su intercesión, ni en los motivos que tuvo para insistir en su petición, ni en la reacción del maestresala o del novio, su atención se fija ante todo, como ocurre en cualquier relato joánico, en Jesús como enviado del Padre para traer la salvación al mundo. Lo que brilla, a través del milagro, es su gloria, y la única reacción en que se insiste es la fe de los discípulos.
La significación del milagro del vino en Caná ha sido colocada por Juan al principio, porque podría ejercer la función de una importante escena de apertura de la revelación de Jesús. Con esa señal se inicia la época mesiánica de salvación. La conversión del agua en vino designa el transito del tiempo viejo al tiempo nuevo, el comienzo de una nueva realidad escatológica. En ese aspecto están también justificadas las explicaciones que ven en las seis tinajas de agua, dispuestas para los lavatorios judíos, el viejo tiempo de la ley que fue dada por mediación de Moisés, y que ha sido suplantado por el tiempo de “gracia y verdad”, que irrumpe y se abre con la llegada de Jesús.