Queridos hermanos y hermanas:
El Concilio Vaticano II en
En la historia del pueblo de Israel podemos seguir los pasos de un largo camino en el que Dios se da a conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones. Para este trabajo, Él se sirve de mediadores, como Moisés, los profetas, los jueces, personas que comunican al pueblo su voluntad, recordando la necesidad de ser fieles a la alianza y de mantener viva la esperanza de la plena y definitiva realización de las promesas divinas.
Y es la realización de estas promesas las que hemos contemplado en Navidad: es la revelación de Dios que llega a su punto máximo, a su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios realmente visita a su pueblo, visita a la humanidad de una manera que va más allá de todas las expectativas: envía a su Hijo unigénito; Dios mismo se hizo hombre. Jesús no nos dice cualquier cosa de Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es la revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela así el rostro de Dios. En el prólogo de su evangelio, san Juan escribe: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn. 1,18).
Quiero centrarme en este "revelar el rostro de Dios". En este sentido, san Juan, en su evangelio, nos relata un hecho significativo que hemos escuchado hoy. Al acercarse a la pasión, Jesús reafirma a sus discípulos, exhortándoles a no tener miedo y a tener fe; después establece un diálogo con ellos en el que habla Dios Padre (cf. Jn. 14,2-9). A un cierto punto, el apóstol Felipe le pide a Jesús: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Jn. 14,8). Felipe es muy práctico y concreto, dice lo que nosotros también quisiéramos decir: "queremos ver, muéstranos al Padre"; pide "ver" al Padre, ver su rostro. La respuesta de Jesús es una respuesta no solo para Felipe, sino también para nosotros y nos lleva al corazón de la fe cristológica; el Señor le dice: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn. 14,9). Esta expresión contiene de modo sintético la novedad del Nuevo Testamento, aquella novedad que se apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios ha mostrado su rostro, es visible en Jesucristo.
A lo largo del Antiguo Testamento es recurrente el tema de la "búsqueda del rostro de Dios", el deseo de conocer este rostro, el deseo de ver a Dios como Él es, tanto así que el término hebreo pānîm, que significa "rostro", se menciona no menos de 400 veces, y 100 de ellas se refiere a Dios: 100 veces se refiere a Dios, por si queremos ver el rostro de Dios. Sin embargo, la religión judía prohíbe todas las imágenes, porque Dios no puede ser representado, como lo hacían los pueblos vecinos con el culto a los ídolos; por lo tanto, con esta prohibición de las imágenes, el Antiguo Testamento parece excluir totalmente el "ver" del culto y de la devoción. ¿Qué significa entonces, para el israelita piadoso, buscar el rostro de Dios, a sabiendas de que no puede haber una imagen?
La pregunta es importante: por un lado quiere decir que Dios no puede ser reducido a un objeto, como una imagen que se agarra con la mano, ni tampoco se puede poner algo en el lugar de Dios; y por otro lado, sin embargo, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir, que es un "Tú" que puede entrar en una relación, que no está cerrado en su Cielo para mirar desde lo alto a la humanidad. Sin duda Dios está por encima de todo, pero se dirige hacia nosotros, nos escucha, nos ve, habla, establece pactos, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios con la humanidad, es la historia de esta relación de Dios que se revela progresivamente al hombre, que hace conocerse a sí mismo, su rostro.
Al comienzo del año, el 1 de enero, hemos escuchado, en la liturgia, la hermosa oración de bendición sobre el pueblo: "El Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz" (Nm. 6,24-26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es aquello que nos permite ver la realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida.
En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está conectado de una manera muy especial el tema del "rostro de Dios"; se trata de Moisés, a quien Dios escogió para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, para que le diera
Sin embargo, algo nuevo sucede con
El término "nombre de Dios" se refiere a Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés, frente en la zarza ardiente, Dios había revelado su nombre, es decir, se había vuelto invocable, había dado una señal concreta de su "ser" entre los hombres. Todo esto encuentra su realización y plenitud en Jesús: Él inaugura de un modo nuevo la presencia de Dios en la historia, porque el que le ve a Él, ve al Padre, como le dice a Felipe (cf. Jn. 14,9). El cristianismo –dice san Bernardo–, es la "religión de
En Jesús la mediación entre Dios y el hombre también encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una gran cantidad de figuras que han desarrollado esta función, sobre todo Moisés, el libertador, el guía, el "mediador" de la alianza, como lo define también el Nuevo Testamento (cf. Ga. 3,19; Hch. 7 , 35; Jn. 1,17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es "el mediador" de la nueva y eterna alianza (cf. Hb. 8,6; 9.15, 12.24), "porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre" (1 Tm. 2,5, Ga. 3,19-20). En Él podemos ver y conocer al Padre; en Él podemos invocar a Dios con el nombre de "Abbà, Padre"; en Él se nos da la salvación.
El deseo de conocer a Dios verdaderamente, que es ver el rostro de Dios, está presente en todos los hombres, incluso en los ateos. Y tenemos, tal vez sin saberlo, este deseo de ver quién es Él, lo que es, quién es para nosotros. Pero este deseo se realiza en el seguimiento de Cristo, así vemos las espaldas y finalmente también vemos a Dios como un amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo no solo en el momento en el que tenemos necesidad, y cuando encontramos un lugar en nuestras tareas diarias, sino con nuestra vida como tal. Toda nuestra existencia se debe dirigir hacia el encuentro con Jesucristo, a amarlo; y, en ella, debe tener un lugar central el amor al prójimo, aquel amor que, a la luz del Crucifijo, nos hace reconocer el rostro de Jesús en los pobres, en los débiles, en los que sufren. Esto solo es posible si el verdadero rostro de Jesús se ha hecho familiar en la escucha de su Palabra, hablando interiormente; por que en el entrar en esta Palabra, es que de verdad lo encontramos, y por supuesto en el misterio de
En el evangelio de san Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocen a Jesús al partir el pan, pero preparados durante el camino por Él; dispuestos gracias a la invitación que le hicieron para que se quedara con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder sus corazones; es así que al final, vieron a Jesús. También para nosotros,
Gracias.