Tomando la imagen de la parábola de Jesús sobre el Reino, también se puede comparar la vida de cada hombre con un grano de mostaza. Al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ella (Mc 4, 29-32). La vida humana naciente encierra en sí la esperanza de una plenitud, llena de promesas e ilusiones. «Cada vida humana aparece ante nosotros como algo único, irrepetible e insustituible; su valor no se puede medir en relación con ningún objeto, ni siquiera por comparación con ninguna otra persona; cada ser humano es, en este sentido, un valor absoluto» (1).
Todos los seres humanos son iguales en el derecho a la vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica relación social, que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia, reconociendo y tutelando a cada hombre y a cada mujer como persona y no como una cosa de la que se puede disponer (2). Además, la encarnación de Jesucristo ha elevado al nivel más alto la dignidad de la vida humana.
Cuando la vida terrena se entiende tal y como la ha revelado Dios -un paso hacia otra vida plena y definitiva-, entonces cada detalle de esta vida humana cobra un relieve y un colorido solo comparables a las infinitas riquezas a que está destinada. Por eso la fe cristiana descubre al hombre el incalculable valor de esta vida (3). La grandeza y dignidad de la vida humana exigen su respeto y cuidado desde su inicio en la concepción hasta la muerte natural. De aquí, el rechazo absoluto a la eliminación directa y voluntaria de la vida humana en su inicio.
La Iglesia se siente interpelada en esta Jornada por la Vida porque se sabe profundamente implicada en el destino de los hombres de nuestro tiempo.
“Amar y cuidar toda vida humana”. Con este lema queremos reflexionar en esta Jornada para promover una cultura a favor de la familia y de la vida. Debemos evitar que la cultura de la muerte promueva en la legislación agresiones contra la vida, presentadas como si fuesen manifestaciones de progreso o incluso como muestras de humanitarismo (4).
El amor a la persona lleva consigo el respeto a la vida naciente desde la fecundación y el cuidado a las madres embarazadas, de modo que puedan llevar a término su vocación maternal, en lo posible, en un entorno familiar adecuado. De ahí que la familia sea fundamental en el itinerario educativo y para el desarrollo de las personas y de la sociedad. Es necesario elaborar políticas familiares justas que favorezcan la institución familiar, y promover leyes que ayuden al desarrollo de una cultura de la vida para crecer en humanidad.
La apertura a la vida es signo de apertura al futuro. En este contexto hemos recibido con satisfacción la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (5), que prohíbe patentar los procedimientos que utilicen células madre embrionarias humanas y que considera a todo óvulo humano a partir de la fecundación como «embrión humano». Además, se incluye en el mismo contexto a los embriones procedentes de trasplante nuclear (una técnica que está autorizada en España por la Ley de Reproducción Asistida de 2006) y a los óvulos no fecundados estimulados para dividirse y desarrollarse por partenogénesis. Por otra parte, una resolución de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa condena la selección prenatal del sexo( 6).
La vida de cada persona es un retablo maravilloso. Una actitud contemplativa, de respeto, de admiración y de agradecimiento es necesaria para valorar adecuadamente ese retablo de la existencia humana. Un ser humano no pierde nunca su dignidad sea cual sea la circunstancia física, psíquica o relacional en la que se encuentre. Toda persona enferma merece, y exige, un respeto incondicional, y su vida nunca puede ser valorada desde el criterio exclusivo de la calidad o del bienestar subjetivo. De aquí el interés de la Iglesia por cuidar y promover la vida de los enfermos y ancianos. En la ancianidad, cuando la persona humana se debilita y va perdiendo facultades, aumentan las enfermedades y dolencias y se acentúan los problemas de la soledad y el sufrimiento. Si a esto añadimos que algunas concepciones de la existencia se rigen por los criterios de ‘calidad de vida’, definida principalmente por el bienestar subjetivo, las palabras ‘enfermedad’, ‘dolor’ y ‘muerte’ pierden su sentido humano más genuino y profundo. Y, así, incluso se pretende justificar el suicidio asistido como si fuera un acto humano responsable y heroico. En ningún caso se puede aceptar la legitimación social de la eutanasia (7). Suprimir el cuadro porque tenga sombras, minusvalorar la vida por las dificultades que plantea o puede plantear, no soluciona nada. La muerte no debe ser causada, por una acción u omisión, ni siquiera con el fin de eliminar el dolor (8).
Gracias a Dios, también en este tema aparecen luces en el horizonte: el Consejo de Europa ha aprobado, el pasado 25 de enero, una Resolución (9) en la que se dictamina que «la eutanasia, en el sentido de la muerte intencional, por acción u omisión, de un ser humano en función de su presunto beneficio, debe ser prohibida siempre», y especifica que «en caso de duda, la decisión siempre debe ser pro-vida y a favor de la prolongación de la vida».
El Evangelio de la vida fortalece la razón humana para entender la verdadera dignidad de las personas y respetarlas. Nuestra fe confirma y supera lo que intuye el corazón humano: que la vida es capaz de trascender sus precarias condiciones temporales y espaciales, porque está llamada a la gloria eterna. Jesucristo resucitado pone ante nuestros ojos el futuro que Dios ofrece a la vida de cada ser humano (10).
La Iglesia nos invita a caer en la cuenta de que la familia es el lugar natural del origen y del ocaso de la vida. Si es valorada y reconocida como tal, no será la falsa compasión, que mata, la que tenga la última palabra, sino el amor verdadero, que vela por la vida, aun a costa del propio sacrificio (11).
Implorando la protección de María, madre de la Vida, sobre todos los que por el dolor y el sufrimiento sienten la amenaza de la muerte, os animamos a promover una cultura de la vida y de la familia que haga posible el respeto a todo ser humano.
Juan Antonio Reig Plà, obispo de Alcalá de Henares, presidente de la Subcomisión Episcopal para la Familia y Defensa de la Vida
Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos
Mario Iceta Gavicagogeascoa, obispo de Bilbao
Gerardo Melgar Viciosa, obispo de Osma-Soria
José Mazuelos Pérez, obispo de Jerez de la Frontera
Carlos Manuel Escribano Subías, obispo de Teruel y Albarracín
1 COMISIÓN PERMANENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Declaración con motivo del “Proyecto de Ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida” n. 5.
2 Cf. JUAN PABLO II, Evangelium vitae, 58.
3 Cf. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 22; JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 2.
4 Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Nota de la Subcomisión Episcopal para la Familia y la defensa de la Vida, 1-II-1998.
5 Cf. Sentencia del Tribunal de Justicia (Gran Sala) de 18 de octubre de 2011.
6 Cf. BENEDICTO XVI, Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, 9-I-12
7 Cf. COMISIÓN PERMANENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Declaración con motivo del “PROYECTO DE LEY REGULADORA DE LOS DERECHOS DE LA PERSONA ANTE EL PROCESO FINAL DE LA VIDA” n. 7
8 Cf. JUAN PABLO II, Evangelium vitae, 65.
9 Resolución 1859 (2012)
10 Cf. JUAN PABLO II, Evangelium vitae, 8
11 Ibíd., 15.