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Cuando los compañeros de trabajo no te hablan

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Parece que no existo. A veces dudo de mi propia corporalidad. Todos hablan con todos, menos conmigo. Las risas y los chistes resuenan en mis oídos y me hacen sentirme ajeno a todo. No me participan en ninguno de ellos y en ninguno de sus comentarios. Tampoco es que pueda integrarme demasiado, porque no entiendo nada de La Casa de Tu Vida.

Maleni ofrece picotas en un vaso a todos … menos a mí. Al pasar junto a mi mesa para salir de la sala, los compañeros miran hacia el suelo ignorando mi presencia. Los más afables y cordiales me saludaron con cortesía al llegar al trabajo a primera hora. A esta hora ya no se paran en esas bagatelas.

Hago un esfuerzo por ponerme en su lugar. ¿Se sentirán violentos si les hablo? ¿Tendrán temor de verse señalados también? Si ellos no me hablan, quizá tampoco quieran que yo les hable, así que opto por esta actitud, que me parece más prudente. No los critico. Supongo que si estuviera en su lugar estaría temiendo por mi propio pellejo, así que mejor no arriesgar. Cuando las barbas de tu vecino veas pelar…

El silencio es violento. La palabra también. Hasta las bromas me resultan violentas, porque me suenan a soledad, a aislamiento, y esa sensación me resulta extraña y no me gusta. No obstante, no hay momento de debilidad porque me acuerdo de mi gente (familia y amigos), que alimentan mis ideas y me hacen sentirme acompañado en todo momento. Resulta muy duro, pero no tanto como para socavar mi voluntad, apoyada en fuertes convicciones y cimentada con el afecto de los míos. Resistiré.

A la hora del desayuno me cruzo en los pasillos con determinadas personas. La gente más cordial me saluda, aunque no se para a preguntarme cómo estoy después de incorporarme tras dos meses de baja. A las personas que tengo denunciadas por acoso laboral las saludo con un simple “hola”, que se ve correspondido con una mirada de desprecio o con una contemplación del encerado, pero en cualquier caso sin articular palabra.

El tercer tipo de personas es el que más me llama la atención. Se trata de dos funcionarias que, en solidaridad con los acosadores, me han retirado el saludo. Este comportamiento humano es digno de estudio. Me hace reflexionar sobre el mimetismo en las conductas humanas. Estoy seguro de que sería objeto de un tratado por el mismísimo Skinner.

Voy a la inspección médica para que revisen mi situación laboral y solicitar de nuevo la baja. Me indican que no puedo solicitarlo allí, sino que tengo que hacerlo en la Delegación de Salud. Me vuelvo a mi Delegación, porque ya llevo bastante tiempo fuera y regreso con inquietud ante la remota posibilidad de que me abran un expediente disciplinario. Redacto la solicitud y aprovecho la media hora del desayuno para presentarla en la Delegación de Salud. El auxiliar que hay en registro me dice que tardarán más de un mes en llamarme. “Si te han sancionado con el alta, no puedes estar de baja por esa misma causa durante el próximo año. Otra cosa es que te rompas un brazo.” Alucina, vecina.

Vuelvo al curro empapado en sudor. Me siento en mi mesa y pienso en alguna tarea para hacer la mañana más llevadera, mientras el aire acondicionado seca el sudor de mi frente. Ninguno de los dos jefes me ha mandado tarea. Es normal, no perciben mi presencia.

La impresora matricial resuena como una chicharra, expeliendo propuestas de gasto en rollos de papel continuo. Una vez que la máquina termina su tarea, reaparece Paul McCartney en Kiss FM por segunda vez en lo que llevamos de mañana. Su canción “no more lonely nights” me suena a sarcasmo de la vida.

Finalmente, albergo la esperanza de comenzar al día siguiente convertido en maceta. De esta forma, dejaría de ser invisible, y al mismo tiempo podría ser objeto de algún cuidado o atención, aunque fuera momentáneo. Al menos tendrían conciencia de mi existencia.

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