No sé a quién se le ocurrió el término ‘sexo opuesto’. Tampoco sé si tenía un mal día o una intención perversa. Lo que tengo claro es que algo dormidos estamos los que hemos ido acogiendo ese concepto sin rechistar. Como tantos otros, el término ‘sexo opuesto’ no solo no se ajusta a la realidad, sino que moldea nuestra visión de aquello que quiere describir. Si yo como mujer, como persona del sexo femenino, tengo un sexo opuesto implica que una persona del sexo masculino, es decir, un hombre, es completamente opuesto a mí. Y ser opuesto es sinónimo de ser contrario y completamente diferente.
¿Ese adjetivo ‘opuesto’ se ajusta a lo que somos hombres y mujeres? ¿Es ser varón y ser mujer dos formas contrarias y completamente diferentes de ser persona? Yo creo que no y por eso me rebelo y apuesto por hablar de personas sexuadas que se complementan.
Que no somos iguales que un gorila ya lo intuye Tarzán desde pequeño cuando pone su mano frente la de la simpática gorila Kala. Sin embargo, cuando Tarzán ve por primera vez a Jane algo sucede dentro de él que hace que se sienta atraído como nunca antes lo había estado. Para Tarzán Jane no es como un gorila o como un árbol, no es alguien opuesto sino alguien igual a la vez que diferente. Ve en esa mujer a una persona con quien parece encajar y quien le hace reconocer esa pieza del puzle que le faltaba, que desconocía y que necesitaba para comprenderse.
Tarzán intuye que no es igual que una mujer cuando pone su mano frente a la de ella, ese gesto tampoco la hace ver como una contraria. Paradójicamente, aunque sus manos no encajen por no ser iguales, sí denotan una igualdad que les afirma en esa complementariedad. Y esa diferencia física hace intuir esa diferencia también emocional y psicológica. Tarzán, como hombre, reconoce en Jane, como mujer, esa ayuda adecuada, ese complemento perfecto con quien compartir, caminar, vivir, crecer, perfeccionarse y ser fecundo. Así pues, solo cuando conoce a Jane, Tarzán se reconoce persona y varón y puede proyectarse en su paternidad comprendiendo que su vida es don y tarea.
Quizá el gran drama de nuestro tiempo sea que hemos dejado de ver Tarzán y que hemos dejado de fascinarnos por esa asombrosa complementariedad que nos afirma en nuestras diferentes formas de ser persona: mujer y varón.
Parece que hemos olvidado que la vocación del hombre y la mujer es donarse, y se ha transformado la diferencia en un conflicto y la complementariedad en un antagonismo, despreciando por completo nuestra identidad. Porque la verdadera grandeza del ser humano se encuentra en la capacidad de acoger y ser acogido. Solo desde esta perspectiva se entiende que la complementariedad no es una imposición externa ni triste, ni que deba ser superada, sino una llamada interior que nos invita a descubrir la belleza y el misterio de esa alteridad. Estábamos llamados a ver en el otro sexo esa ayuda idónea.
La riqueza de la complementariedad entre varón y mujer está en ese reconocerse don y disponer nuestra vida al servicio del otro y esta nos revela algo más grande: la complementariedad que manifiesta la totalidad de lo humano y el misterio de nuestra propia identidad. Y no consiste en simples rasgos biológicos, sino en una vocación inscrita en lo más profundo de nuestro ser. El hombre y la mujer no son dos mitades incompletas, sino dos plenitudes diferentes que, al encontrarse, se potencian y elevan mutuamente.
Estamos llamados a ser un don para el otro, un regalo que se entrega libremente, que se recibe con gratitud y que se convierte en signo del amor más grande. Aceptar esa necesidad del otro es aceptar nuestra verdad esencial: hemos sido creados para la comunión, no para la autosuficiencia. Tarzán recibe a Jane como el mayor de los regalos, no como una amenaza. En ella ve, quizás sin comprenderlo del todo, la clave que le permite reconocerse a sí mismo. Él no sabía que la necesitaba, pero su corazón la buscaba, porque su existencia misma anhelaba esa plenitud que solo el don de la otra persona puede dar.
Y es en esa unión pura de lo femenino con lo masculino que se produce una fuerza centrífuga capaz de dar gran fruto.
En nuestro tiempo, las diferencias entre los sexos asustan porque en cierto modo nos invitan a una fecundidad que nos proyecta hacia dar vida de múltiples formas. Esa complementariedad nos permite ser capaces de ser fecundos de las formas más creativas. En un mundo ensimismado y atemorizado por lo incómodo que puede ser vivir en clave de don, vivir pensando en que existe un sexo opuesto le es mucho más cómodo que vivir sabiendo que existe un sexo complementario a quien donarse, que le afirma y le proyecta hacia su misión.
No es contrario ni opuesto aquello que se complementa, afirma y está llamado a ser unión y a ser fecundo. Hombres y mujeres no somos sexos completamente opuestos, sino personas sexuadas llamadas a ser don el uno para el otro. Y eso lo entiende hasta Tarzán.
¿Es ser varón y ser mujer dos formas contrarias y completamente diferentes de ser persona? Share on X