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Catecismo de combate (10). La desvinculación

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La desvinculación es la pretensión de lograr la realización personal, solo o primordialmente, mediante la satisfacción de la pulsión del deseo, sin que ningún vínculo deba impedirlo o limitarlo; ningún deber, compromiso, norma, tradición, sea personal o colectiva.

De los deseos más potentes, poder, dinero, fama y reconocimiento, el más inexorable es el sexo, porque no nace de nuestra condición cultural, sino del instinto animal, no regulado por el periodo de celo prácticamente inexistente en  el ser humano y, por ello, al albur de toda incitación, una característica que el mercado explota sin límite alguno. El resultado social de esta nueva cultura del deseo, es un amasijo contradictorio de leyes que afectan a toda la vida en común, que se aplican a todos los ámbitos, y de una manera decisiva a la concepción y políticas educativas; a la escuela.

La cultura de la desvinculación es hoy la característica común de Occidente, y es hegemónica en muchos de sus estados. Esta dinámica es generadora de “nuevos derechos” que nunca están compensados por deberes y responsabilidades a ellos articulados.

En este contexto, en el que el bien es absolutamente subjetivo y solo fruto de la voluntad cambiante del legislador; por consiguiente, todos son mudables en función de la contingencia política.

La libertad ya no es la vía para buscar la verdad y, con ella, el bien, sino que consiste en la multiplicación de opciones marcadas por el deseo, por la adicción, que en muchos casos genera. La calidad de las opciones se mide por su número y su adecuación a los deseos, no por la calidad de estas en términos de búsqueda de la verdad, necesidad, bien, justicia y belleza, esta última entendida como el pulchrum en el sentido de la filosofía tomista, como formando parte de la naturaleza del ser.

En la sociedad desvinculada a más opciones, más libertad.

La desaparición del sentido de la belleza en lo que tiene de objetivo, se manifiesta no solo en sus múltiples consecuencias artísticas, sino sociales, como por ejemplo apunta con claridad la desaparición de la idea de pulcritud en el proceso educativo. De hecho, incluso el sentido de la palabra resulta desconocido para los propios maestros. En la sociedad desvinculada a más opciones, más libertad.

Como la realización del deseo es el hiperbien, no existen consecuencias que reparar, ni responsabilidades que exigir por las consecuencias de su satisfacción. Así, el marido o la mujer pueden abandonar al otro impunemente, convertir el aborto en un derecho, expulsar a los abuelos del hogar familiar, legalizar la eutanasia y el suicidio asistido, y pagar mediante la sanidad pública la fecundación artificial de hombres trans; esto es, de mujeres que han deseado ser hombres, de lesbianas y de mujeres sin marido, destruyendo así todo sentido a la estructura familiar, creando la confusión.

A todo esto, le llaman progreso. En cada caso, se construye una justificación sentimental, emotiva, de carácter general, transformándose así en un derecho y se reviste de causas que también entroncan con el sentimentalismo de la victimización, que en la sociedad desvinculada es una condición clave para el dominio del relato político.

Ningún compromiso o vínculo personal, íntimo, social, colectivo; ningún deber, obligación; ninguna norma, tradición, creencia filosófica, fe religiosa, puede limitar o negar la realización mediante el deseo. Si lo hace, el vínculo, el compromiso debe ser transformado hasta hacerlo adaptativo, débil o, de lo contrario, debe ser destruido o estigmatizado. La mayor parte de nuestra historia legislativa reciente puede explicarse a partir de este diagnóstico.

Sin vínculos, nacemos cada día, y así nos vemos forzados a un esfuerzo imposible de reconstrucción cotidiana de los horizontes de sentido

Se ha destruido, o al menos se deja muy maltrecha, la idea de que el ser humano lo es precisamente en relación con los vínculos alcanzados voluntariamente o forjados por nacimiento, que comienza con el más elemental de todos ellos, como es el compromiso innato con nuestra corporeidad y los que se establecen con nuestro nacimiento. Sin vínculos, nacemos cada día, y así nos vemos forzados a un esfuerzo imposible de reconstrucción cotidiana de los horizontes de sentido o, bien, más fácil, prescindiendo de todo sentido en nuestra vida, que queda dirigida solo por impulsos del deseo y del sentimiento. La sociedad  y todos sus medios, desde la comunicación al mercado, pasando por las instituciones políticas, se ordenan primordialmente a aquel tipo de motivos.

El resultado es un nuevo e insólito modelo de sociedad, porque por vez primera en la historia de la humanidad se establece un orden social basado en un marco de referencia de razón instrumental. Este es, por ejemplo, el gran esfuerzo de Rawls, que se disuelve cuando la razón subjetiva queda en manos del deseo. La sociedad así configurada es incapaz, por su propia naturaleza, de llegar a algún acuerdo sobre realidades objetivas en el orden moral y, por ello, debe basarse cada vez más en cuestiones procedimentales, sobre aspectos vitales, como la naturaleza del ser humano, la vida o el matrimonio, la paternidad y la maternidad.

un estado autoritario morado con bandera arco iris, con formas liberales

Este fundamento procedimental de todo bien y todo acto moral, determina la hiperinflación legislativa, la transformación del Estado de derecho en estado de leyes, el crecimiento de la represión legal y, como corolario, el “estado policial rosa con características liberales”, por utilizar un concepto que usa Ross Douthat en La Sociedad Decadente, aunque quizá lo defina mejor la idea de un estado autoritario morado con bandera arco iris, con formas liberales.

Los acuerdos fundamentales que la mantienen cohesionada van desapareciendo y, al basarse solo en la conformidad con los procedimientos que se emplean para alcanzar conclusiones, sean estas las que sean, tienden a polarizarse las opiniones de acuerdo con las sensibilidades emocionales y los deseos. La razón desaparece o, queda reducida a un argumento subalterno del relato emotivista. Cada vez más, las personas tienden a encerrarse en los grupos que comparten sus marcos de referencia. No son las redes sociales las que polarizan, sino la razón subjetiva guiada por el deseo y la emotividad. Lo único que hacen las redes es ampliar sus consecuencias: la polarización, como el fusil, amplía los efectos del arco, pero lo que define el acto no es el instrumento, sino el sujeto y su intención de dañar.

Se abre de esta manera la necesidad política de formatear las mentes, moldearlas, porque no hay razón superior a la que acudir. El poder no busca el consenso, sino la adhesión mediante la emotividad. De ahí el victimismo sistemático de, precisamente, los grupos que forman parte de la hegemonía del poder político. Es una perversión de la realidad: el poder se presenta como víctima.

La ideología woke y la política de la cancelación surgen precisamente de aquella lógica; es necesario silenciar, reprimir al otro, porque sus deseos o razones son incompatibles con los míos. La dinámica de todo esto es evidente: entraña la destrucción de las sociedades occidentales en la medida que la cultura desvinculada y sus consecuencias se constituye en hegemónica. Es una destrucción autoprovocada, impulsada por las propias instituciones, que se han convertido en agentes de las crisis acumuladas que padecemos en lugar de centros desde los que surgen las respuestas.

No existe voluntad de diagnóstico real, y respuesta política, porque la  naturaleza de las crisis acumuladas e irresueltas señalan críticamente a la cultura hegemónica, la cultura que detenta el propio poder como responsable. Los  gobiernos favorables a la desvinculación no pueden responder a las crisis porque de hacerlo estarían provocando una enmienda a la totalidad de sus propias políticas.

Catecismo de combate (9). La gran desvinculación

Los gobiernos favorables a la desvinculación no pueden responder a las crisis porque de hacerlo estarían provocando una enmienda a la totalidad de sus propias políticas Share on X

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