El problema de la actual controversia sobre Europa radica en gran parte en qué se pretende o qué se quiere expresar con este concepto. ¿Es algo más que un sueño romántico? ¿Es algo más que una comunidad de intereses políticos? Solo si es algo más que cada una de estas dos realidades, podrá tener a la larga un sentido realista a la vez que idealista. El Papa Benedicto dijo que la crisis en la que ha caído el Derecho racional europeo, después de haberse desligado de sus fundamentos religiosos, puede llevar a Europa a la anarquía. En el momento en que Europa pone en tela de juicio o elimina sus propios elementos espirituales, se separa de su historia y cancela todos sus valores.
Hay sin duda en muchos dirigentes europeos la tendencia a echarse a la espalda, una vez más, la civilización cristiana, considerándola como una esclavitud, para volverse a un neopaganismo, que parece añorar, de modo idílico, el mundo anterior a la llegada del cristianismo. Pero hay también una fuga hacia adelante, que pretende en muchos casos definir el espíritu europeo como el hallazgo dominante del pensamiento político y del denominado mundo occidental, sin relación a ninguna fe.
Olvidan el valor que para Europa tiene esta separación, cristianamente fundamentada, entre fe y ley. Esta separación incluye la racionalidad del Derecho y su relativa autonomía respecto de la esfera religiosa, y, por consiguiente, la dualidad de Estado e Iglesia. Lo político se encuentra, por lo tanto, bajo normas religiosamente fundamentales, pero no está constituido teocráticamente. No sucede esto en otros modos de organizar el Estado en Europa y en otras partes de nuestro planeta. Se olvidan, sin duda, las consecuencias que esto lleva consigo.
No admitir más que la demostración experimental como una ilimitada emancipación y autonomía de lo racional, puede parecer muy “progresista”, pero tiene como consecuencia que toda la esfera de los valores, en todo aquello que está “por encima de nosotros”, pertenece al espacio racional; sin embargo, el único criterio que resulta vinculante para la razón –y, por lo tanto, para el ser humano, tanto política como individualmente– es lo que está “bajo su control”, el control de los dirigentes, de los “influencers” sociales, mediáticos y de todo tipo.
Quiere esto decir que, aunque en esta manera de ver las cosas no se niega la existencia de Dios, se la confina a la esfera de lo meramente subjetivo y privado. Sin duda les suena a ustedes este modo de pensar en la sociedad en la que vivimos. Dios deja de ser el sumo bien público, y su puesto es ocupado por la nación, por el proletariado o por la revolución mundial y por otras muchas cosas.
En esta corriente de “pensamiento” se habría perdido o abandonado lo que ha constituido a Europa como realidad espiritual. La pluralidad de los valores, que es legítima y europea, se va orientando cada vez más hacia un pluralismo del que se van excluyendo los fundamentos del Derecho y los fundamentos de la dimensión pública de lo sagrado y de Dios como valor comunitario. Lo cual no deja de ser una cierta “agresión” a la tolerancia y a la comunidad fundada únicamente sobre la razón humana, con sus límites. Es curioso que un famoso exegeta alemán Rudolf Bultmann, en agudo análisis del problema del Derecho a propósito del proceso de Jesús, ha formulado este principio digno de la mayor consideración: “Es posible un Estado no cristiano, pero no es posible un Estado ateo”.
Muchas veces yo mismo he criticado la separación radical que este estudioso alemán hace entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, pues me parece inaceptable, pero tiene razón en la afirmación que hemos referido. Las sociedades occidentales están a punto de atravesar esta experiencia, sino la están hace ya tiempo experimentando. Y curiosamente, las dos corrientes descritas en este texto se unen extrañamente en el marxismo, que es la tercera y la más importante desviación de la figura histórica que llamamos Europa.
El marxismo, por una parte, es el retorno a un momento anterior a la fe cristiana referente a la salvación inaugurada en Cristo, el retorno, podríamos decir, a la estructura plenamente abierta de la esperanza del pueblo de Israel. Esto no significa que el marxismo, en tantas modalidades, se asiente en la gran herencia religiosa de Israel, sino solamente que saca de aquí un impulso religioso y la energía de una esperanza que trasciende lo racional; pero luego introduce, como instrumento propio suyo, la razón de la Edad Moderna, emancipada de cualquier tipo de vinculación metafísica.
Es cierto: el sumo bien aquí es la revolución mundial, la total negación del mundo tal como ha existido hasta ahora, para crear un mundo nuevo que tiene que ser, como negación de la negación, la total positividad. Con otras palabras: el marxismo se presenta como la antítesis más radical del cristianismo en cuanto tal, pero también de toda forma histórica impregnada de cristianismo. Es pues un producto europeo, pero, al mismo tiempo, es la negación más radical de Europa en el sentido de su más profunda identidad, que se ha ido formando en el transcurrir de su historia.
Los cristianos no tenemos miedo de asumir la Edad moderna y contemporánea, con las cosas grandes que ha conseguido y puede conseguir; podemos ver espíritu europeo en la relativa separación entre el Estado y la Iglesia, la libertad de conciencia, los derechos humanos y la autorresposabilidad de la razón. Pero cuando los partidos políticos exaltan de manera unilateral estos valores, en mi opinión, hay que mantener igualmente firme el afianzamiento de la razón en el respeto a Dios y a los valores y virtudes éticas fundamentales que proceden de la fe cristiana.
Mi reflexión llega hasta aquí. Quiera Dios que le pueda ayudar a los que, según su libre voluntad, elijan a los que formen el futuro Parlamento europeo en las elecciones que están a punto de llegar.
El problema de la actual controversia sobre Europa radica en gran parte en qué se pretende o qué se quiere expresar con este concepto. ¿Es algo más que un sueño romántico? ¿Es algo más que una comunidad de intereses políticos? Share on X