Tengo en mis manos un libro que siento familiar desde la primera palabra. Siempre promete amanecer, del autor Ignacio Eufemio Caballero, está formado por diecisiete taciturnos poemas que entonan una elegía memorable. Han sido publicados en el número 1003 de la Colección Baños del Carmen, de Ediciones Vitruvio. Y relatan la historia de una pérdida o de un encuentro, donde detrás de cada verso hay mucho más que descubrir. Casi como si la poesía delatase los temblores del alma.
Conocí a Ignacio Eufemio Caballero hace más de un año cuando escribía para la revista en la que él es subdirector. Él, un señor hidalgo lleno de corrección y solemnidad, colisionó con el punto y final cedido a dudas que soy yo. A mí me parecía de otra época. Hacía gala de su apellido, siempre educado y adecuado, con un conocimiento excelso de la palabra y una capacidad asombrosa de transformar un artículo en una reflexión casi de forma instantánea. Yo abanderaba a Lorca como un descreído en constante peregrinación, él prefería el sentido de la prosa ante las concepciones modernas de la poesía. No le culpo, nos rodean estampados de frases inicuas que rellenan espacios vacíos en tazas de desayuno.
—Escribir poesía es el mayor gesto de honestidad que uno puede tener consigo mismo—le dije.
Y el resto de los días bombardeé con versos los estribos de su lógica. Nuestro autor tampoco se quedó quieto y perseveró en que desempolvase letras que llevaban más de una década enterradas. Yo le convertía todo en verso, él me reclamaba letras escritas con tinta de valiente.
El día en que Peto -su abuelo- se marchó, recuerdo que el aire parecía más denso al amanecer. Nunca supe el porqué, y la noticia de su pérdida dio paso al silencio más atronador. Ignacio parece un caballero vestido con una armadura de montante, pero ahí solo fue un niño, Nacho, exento de verbos y con el pecho abierto. Meses después me trajo su manuscrito y me contó que ese camino que tuvo que recorrer le enseñó que la poesía guardaba los dolores arrancados del alma.
Nuestro joven autor, en 90 páginas, consigue desdibujarse de la lógica para dibujarse en la ausencia. Hace brillar las luces muertas para permitirse ser. Se siente pecador y se redime ante sí mismo y ante Dios. Nos enamora con cada vez que se pregunta cuánto se puede sentir la muerte si te encuentras desnudo frente a ella. Cubre de entereza sus miedos para hacerlos huir, pero en esta obra, como he dicho, se desdice de la lógica para vestirse del niño que llora a su abuelo, a su maestro. Y, con todo ello, nos sumerge en una embriagante solemnidad entre las melodías sordas de música, con el abrazo del vacío y el último te quiero que le dijo. En este trozo de su dolor se evidencia que brilla más su sombra cuando duda de cuánto pesar hay en el amor y convierte a Ítaca en aquello que siempre espera.
“… Has hecho tuyo
todo cuanto crece…”
Le llora.
Tengo entre mis manos el libro que todo el mundo debería tener, en el que Ignacio Eufemio Caballero nos abre su alma como un niño vestido de armadura que ahora sabe que los molinos siempre fueron gigantes y, aun así, se planta frente a ellos sonriendo y preparado para una batalla más.
Se siente pecador y se redime ante sí mismo y ante Dios. Nos enamora con cada vez que se pregunta cuánto se puede sentir la muerte si te encuentras desnudo frente a ella Share on X