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¿La corrupción política tiene remedio?

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Otro caso de corrupción en la política. El enésimo. El pueblo español sufre impotente una creciente anestesia general ante los interminables casos de corrupción que asolan la política española. Son casos numerosos, afectan a todas las ideologías dominantes, ningún partido político importante ha logrado sustraerse a esta lacra y sobrevuela una sensación general de impunidad.

En el mejor de los casos, algún cabeza de turco será condenado a penas desproporcionadamente leves, tanto, que parecen una incitación al delito. Extrañamente, los partidos políticos salen ilesos de este trance. También cuando la corrupción financia ilegalmente al propio partido. En buena lógica, al deportista olímpico que hace trampas se le priva de la medalla. Muy al contrario, en la política española se sanciona al utillero, pero se salva la cuota de poder adquirida con instrumentos ilegales. El beneficio parece compensar cualquier riesgo. Además, la multimillonaria capacidad propagandística de los grandes partidos, con poderosos aliados en los medios de comunicación, es capaz de convertir el vicio en virtud presentando el pecado propio como mal menor o como mal ajeno.

Tampoco sale perjudicado de esta degradación de la política el orden jurídico vigente. Lo que Benedicto XVI denominó la dictadura del relativismo, que nace de la lógica de las mayorías parlamentarias para determinar la verdad del hombre y de la vida como principio rector de la vida política, ha convertido la soberanía en un fin en sí misma. Se presenta con una bondad intrínseca al margen de la hoja de servicios, olvidando que «por sus frutos los conoceréis» (Mt. 7, 16-20), verdadero principio de legitimidad moral (cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 74).

Cuando no se respeta la dignidad de la vida, el primero de los derechos humanos, se generalizan la injusticia, el abuso o la arbitrariedad en la vida política en una relación causa y efecto.

En realidad, «no hay árbol bueno que pueda dar fruto malo, ni árbol malo que pueda dar fruto bueno» (Lc. 6, 43). Por eso, monseñor José Ignacio Munilla ha insistido tantas veces, y con frecuencia en solitario, en la necesaria desobediencia a las autoridades civiles cuando sus leyes y mandatos «son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2242). Cuando no se respeta la dignidad de la vida, el primero de los derechos humanos, se generalizan la injusticia, el abuso o la arbitrariedad en la vida política en una relación causa y efecto. Tal vez ahora se entienda a san Juan Pablo II cuando denunciaba que una democracia sin valores degenera siempre en totalitarismo (cf. san Juan Pablo II, Centesimus annus, 46b).

La Iglesia no propone en su enseñanza social recetas concretas a los problemas políticos o económicos del mundo moderno. Pero habla de principios universales de obligado cumplimiento para alcanzar el bien común, fin último de la acción política (cf. Gaudium et spes, n. 74).

Estos principios tienen una doble naturaleza. Unos se refieren a cambios estructurales que exigen el reconocimiento de valores anteriores a la propia comunidad política. San Juan Pablo II los resume en una «recta concepción de la persona humana» (cf. Centesimus annus, 46b) y en «el ejercicio de la autoridad política (…) siempre dentro de los límites del orden moral» (Gaudium et spes, n. 74). El reconocimiento a priori de esta invariante moral implicaría un condicionamiento estructural de la vida política, lo que supondría el principio de la transformación de las estructuras de pecado (cf. san Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 16; Sollicitudo rei sociales, n. 36) en la civilización del amor (cf. Compendio de Doctrina social de la Iglesia, nn. 575, 580 y 582).

Un aspecto poco estudiado del magisterio de san Juan Pablo II es el concepto cristiano de democracia en oposición a la idolatría propia de la democracia liberal (vid. Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 1994).

El poder legislativo elige al poder ejecutivo, y ambos poderes determinan la composición del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional.

A partir de León XIII la Iglesia asume la conveniencia de un equilibrio entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Es preferible que un poder mantenga límites en otras esferas de competencia, para que la ley justa sea soberana frente a la voluntad arbitraria de los hombres. Se trata de evitar el absolutismo en el gobierno con límites jurídicos e institucionales, además de evitar el absolutismo en la ley con límites en el orden moral (cf. Centesimus annus, 44a). Por eso la simple división de poderes nunca será suficiente. No pocas veces falta lo uno y lo otro. Es el caso de España, como es de sobra conocido. El poder legislativo elige al poder ejecutivo, y ambos poderes determinan la composición del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional.

De forma complementaria es necesaria también la reforma de las costumbres.

Dice san Juan Pablo II que la crisis moral es el origen de la crisis política. Su encíclica Veritatis splendor subraya las graves formas de corrupción política que padecen pueblos y naciones enteras, la necesidad de una radical renovación personal y social, el fatigoso y largo camino que habrá que recorrer y como en el origen del problema está siempre la filosofía moral (cf., n. 98). Sólo Dios es la base y la condición inamovible e insustituible de la moralidad. El bien supremo se encuentra en la verdad: «la verdad de Dios Creador y Redentor, y la verdad del hombre creado y redimido por Él. Únicamente sobre esta verdad es posible construir una sociedad renovada y resolver los problemas complejos y graves que la afectan» (n. 99-101).

«existe hoy un riesgo no menos grave de alianza entre democracia y relativismo ético»

Después de la caída de una concepción totalitaria del mundo con el marxismo, decía san Juan Pablo II que «existe hoy un riesgo no menos grave de alianza entre democracia y relativismo ético». Sería catastrófico olvidar que «el totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo» (n. 99). Todo cristiano debe plantearse si el orden jurídico del mundo moderno merece este duro calificativo pontificio. Si la respuesta es positiva, teniendo en cuenta que la enseñanza social de la Iglesia ofrece criterios de juicio, ¿qué hacen los cristianos como pez en el agua en ese charco?

San Juan Pablo II recuerda que «la moral que se basa en la verdad y que a través de ella se abre a la auténtica libertad» es insustituible no sólo para cada persona sino también para la sociedad y su verdadero desarrollo (n. 101). Porque «el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt. 12, 30).

La multimillonaria capacidad propagandística de los grandes partidos, con poderosos aliados en los medios de comunicación, es capaz de convertir el vicio en virtud presentando el pecado propio como mal menor o como mal ajeno Share on X

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