Más allá de los tópicos, las frases hechas y las vendas en los ojos que a veces nos enceguecen, aquello de “las malas influencias” y “las malas compañías” con las que “se juntan” nuestros hijos es un motivo de preocupación, y no pequeño, para los padres.
Lo es de un modo especial en la adolescencia y en la juventud, con sus riesgos asociados al alcohol, la pornografía o el consumismo. Pero también podemos ir barruntándolo en la infancia y la niñez, cuando nuestros pequeños empiezan a salir del cascarón hogareño y comienzan a ensanchar su círculo de relaciones sociales, que siempre van de la mano de los tiras y aflojas en el colegio, las riñas en el parque o las bromas pesadas en el vecindario, donde cohabitan con otros niños en ocasiones amorosos, y en ocasiones proyectos de Narciso.
Vivir en la época del bullying, del ciberacoso, de las redes sociales, de los trends abusivos, del porno venganza o del deepfake a través de la inteligencia artificial no es algo que nos haga más liviano el trance, además.
En realidad, lo que más nos preocupa o atemoriza a los padres es que nuestros niños tropiecen en su camino con otros que los maltraten en el cuerpo o en el alma, y peor aún, que les guíen por sendas que nada tienen que ver con las que queremos para el fruto de nuestras entrañas.
Y nos inquieta a todos, porque de un modo u otro todos los padres somos conscientes –incluso los más sobreprotectores y “helicópteros”- de que nuestros hijos no son nuestros, ni podrán estar siempre bajo nuestra entera custodia y protección. Ellos tienen su propia vida, con sus avatares y sus dichas, y hay ámbitos en los que nosotros, aunque quisiéramos, no podemos ni debemos entrar, porque es en ellos donde nuestros pequeños irán fraguando con heroicidad y tesón su propia historia.
Lo que sí podemos y debemos hacer es no dejarles desamparados en esa travesía. Primero, pertrechándoles de las armas del criterio y el buen sentido para que sean capaces de reconocer el bien del mal, apeteciendo el primero y rechazando el segundo. Segundo, explicándoles de un modo sencillo pero firme y cotidiano que un amigo es aquel que saca lo mejor de ti mismo, y que si te hace mal, tan buen amigo no es como parece. Y tercero y sobre todo, abriéndole a Dios la puerta, para que como Padre llegue a las estancias en las que nuestra imperfecta paternidad tiene vetada la entrada.
Y de eso va precisamente esta oración por los amigos de nuestros hijos. Para otro día dejaremos la oración para que sean nuestros hijos buenos amigos de otros niños.
«Dios Padre, que me has regalado a mis hijos: Tú que los has puesto en mis manos para que los lleve hasta Ti, y sabes cuánto me preocupa que den con buenas amistades.
Yo mismo soy consciente de todo aquello de lo que me has librado al poner en mi camino a mis amigos, que me ayudan a ser mejor. Y también de cómo me has permitido apartarme de otras influencias que me habrían alejado de Ti, envileciéndome y dañándome.
A ti acudo, Señor, para pedirte por los amigos de mis hijos.
Como padre, soy consciente de mi deber de protegerlos, pero también sé que es imposible que los preserve de dar con malas relaciones. Por eso te pido que seas Tú quien llegue a donde yo no puedo.
Te pido que mis hijos sean capaces de elegir bien a sus amigos de entre aquellos que más les acerquen a ser como Tú les has pensado. Y que tomen más distancia de esos otros que les dañen sin propósito de enmienda.
Cuida de esos pequeños que ven en su casa el mal ejemplo, el descuido y la desatención. Protégelos para que no reproduzcan el mal comportamiento que ven en su hogar, ni con mis hijos ni con el resto de niños.
Preserva la pureza y la inocencia de aquellos otros que irradian la luz especial de las almas cándidas y alegres.
Propicia que los amigos de mis hijos tengan en su camino testigos que les hablen de la verdad ante los errores del mundo, que les animen a ir contracorriente y que se hagan espaldas junto a mis hijos, para perseverar ante las presiones ideológicas que el demonio inocula en nuestra sociedad.
Que los amigos de mis hijos se alejen de la perversidad y el error, de la violencia y la soberbia, de la manipulación y el narcisismo, de la superficialidad y la ira, de la atonía y el sinsentido, de la lujuria, de la pereza y de la desesperanza.
Insufla en el corazón de esos niños y niñas, hijos de otros, el deseo de enrolarse en una vida de servicio al prójimo, de alegría y de virtud contracorriente. Y que animen a mis hijos a emprender juntos tan hermoso viaje.
Que sean amigos de alegría y compasión, de serenidad y esperanza, de esfuerzo y responsabilidad, de bonhomía y capacidad de enmienda, de reflexión y espontaneidad, de naturalidad y júbilo.
Cuida, Padre bueno, de los amigos de mis hijos, por lo que son en sí mismos. Y también para que puedan ser guías y compañeros de mis propios hijos, que son tuyos. Amén.»