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Beren y Lúthien-Símbolo de amor eterno

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Tras quedar huérfano de padres durante su infancia, J. R. R. Tolkien conoció la amargura en el resignado umbral de su joven vida rota en la ciudad sudafricana que le dio origen, Bloemfontein. Enviado a Birmingham junto a su hermano Hilary, pudo dejar atrás ese episodio oscuro en busca de nuevas oportunidades. El que lo hizo posible fue el sacerdote Arthur Morgan, de ascendencia galesa y española, quien fue tutor de ambos hermanos. En aquella ciudad inglesa, Tolkien estudió en el King Edward’s School. Posteriormente, accedió a la universidad de Oxford con una beca, donde hizo grandes amigos y se enamoró de las lenguas medievales.

Se dice de este encuentro divino que fue su salvación.

A mitad de los años universitarios tuvo que enrolarse en las filas del ejército británico para combatir durante la Gran Guerra. Allí quedó despojado de toda amistad y, estupefacto por el rastro que dejó la oscura muerte en los campos de batalla, tras su regreso a casa vislumbró un refugio para comprender el propósito de lo absoluto, la literatura. Se dice de este encuentro divino que fue su salvación.

Todo surgió en un bosque de Yorkshire Oriental, en el norte de Inglaterra, cuando su ya esposa, Edith Bratt, empezó a bailar en un claro lleno de flores blancas. De ese episodio de sus vidas, nació el verdadero elemento central del legendarium de Tolkien: el amor entre Beren y Lúthien. Un relato melancólico que consagra la esperanza de la vida eterna para el autor.

El destino de los protagonistas –el de Beren, como hombre mortal, y el de Lúthien, como Elfa inmortal- queda ensombrecido cuando el padre de la doncella élfica, en clara oposición a Beren, le impone una tarea imposible que debe llevar a cabo si quiere desposar a Lúthien. De esta premisa se infiere un claro reflejo de la vida de Tolkien, cuando el tutor de éste, el padre Morgan, le impide casarse con Edith hasta los veintiún años. Éste es el núcleo que dio fruto a la leyenda literaria, esa que acaba conduciendo al heroico intento de Beren y Lúthien de luchar por su amor.

En esta historia de amor caballeresco, el mito de Tolkien, fiel a otras leyendas como el ciclo de la Vulgata, correspondido en demasía por Lancelot del Lago y Ginebra, es, en su sentido aristotélico, narración, relato, pero, sobre todo, verdad. Una verdad que lucha, en todo momento, contra el mal. Donde muchos matices y coloridos fragmentos reverberan en realidades parecidas de nuestras vidas que ponen en juego nuestra fe.

Y el amor es fuente de esperanza. Quizá sea la más absoluta de todas.

C.S. Lewis y otros intelectuales amigos de Tolkien como Hugo Dyson, Charles Williams, Nevill Coghill, Adam Fox, Roger Lancelyn, Robert Havard, entre otros, esgrimieron este ideal literario, no por fanatismo, sino por ser fieles a la realidad. El mal es un instrumento para entender el bien. Y el amor es fuente de esperanza. Quizá sea la más absoluta de todas.

Para Tolkien, es en el sufrimiento y en el sacrificio, que emana de la sangre y el cuerpo de un astillado fragmento como la cruz verdadera de Dios, donde, al final, podemos otear la luz, la belleza y el amor. En Beren y Lúthien, esa cruz es lo dispuesto en el tablero que nos pronuncia en una mirada hacia la esperanza.

Considero, por tanto, que los humanos hemos sido creados con sueños de infinito. Con una semilla de eternidad. Con una gota de amor romántico. Y lo sé, en parte, porque lo que siento y lo que contemplo al leer y releer una y mil veces a Tolkien se extiende en mi vida. Todo se hace más pulcro, mientras suena la melodía de una flauta y se resuelve entre los dedos el misterio de las páginas de esta historia de amor entre un hombre y una elfa -la de Tolkien y Edith- bajo el amparo de un solemne y agudo canto femenino.

“Entonces Tinúviel (Lúthien) empezó a bailar más grácilmente aún ante sus ojos y, mientras bailaba, iba cantando en una voz muy dulce y prodigiosa una canción… que encerraba el canto de los ruiseñores y daba la impresión de que el aire de ese funesto lugar se llenaba de sutiles aromas mientras ella apenas rozaba el suelo con los pies, como una pluma al viento. Hasta el mal del mundo terminó por sucumbir a la magia de la doncella y hasta los párpados de Lórien se habrían cerrado si hubiese estado allí”.

Me pregunto, querido lector, ¿Cuántos hemos sucumbido al amor, incluso, en un mar de sombras?

En cierto modo, todos los que decimos estar enamorados somos como Beren y Lúthien. O como lo fue Tolkien y Edith. O como lo son nuestros abuelos, o nuestros padres. Esta balada se pronuncia más nuestra. Es la historia que leemos, pero también la que escribimos con el otro a quien amamos. Con la que, a veces, se necesita presentar batalla contra el juicio de imposibles y opiniones que ensombrecen el corazón. No importa si hay que dar la vida por ello. William Shakespeare, que sabía de esto, dijo que “el amor no mira con los ojos, sino con el alma».

Cuando Edith murió, Tolkien dijo que su historia se había torcido sin ella, y que había quedado abandonado. Estoy convencido de que se refería a esta vida mortal. Le faltaba algo en lo que apoyarse, en lo que reír y llorar. Y esto es muy humano, porque creo que estamos hechos para amar. Amar hasta el final en esta vida para amar siempre en la eternidad. Tan es así que Tolkien solo sobrevivió un año más en este mundo antes de partir a las estancias imperecederas para encontrarse de nuevo con Edith.

Hoy, los nombres de Beren y Lúthien, los protagonistas de esta historia romántica y caballeresca, están tallados en la lápida de Tolkien y de su esposa Edith en el cementerio de Wolvercote, en Oxford, como símbolo de amor eterno.
Una verdad que lucha, en todo momento, contra el mal. Donde muchos matices y coloridos fragmentos reverberan en realidades parecidas de nuestras vidas que ponen en juego nuestra fe Share on X

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