Sin embargo, no hay duda de que las corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe. Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación.» [1][1]
1. Acotando el tema:
Las complejas relaciones entre Fe, ética y ciencia son susceptibles de ser abordadas desde múltiples perspectivas. Podríamos intentar un recorrido histórico, buscando en la filología de las palabras implicadas sus diversos significados y relaciones en el entramado temporal de nuestra cultura. Este derrotero histórico tiene la eficacia de describir comprensivamente como llegamos a la situación contemporánea, pero es imposible en una breve ponencia que tiene por objeto suscitar las preguntas sobre el estado actual de la cuestión más que brindar las respuestas.
Otra posibilidad sería analizar los conceptos y su significado objetivo hoy, examinando las diversas perspectivas epistemológicas que se encuentran vigentes en el debate. Los interrogantes deberían ser abordados desde la filosofía de la ciencia para analizar los diversos paradigmas científicos en discusión y el estatus de su legitimación entendida como “… el proceso por el cual un “legislador” que se ocupa del discurso científico está autorizado a prescribir las condiciones convenidas (en general, condiciones de consistencia interna y de verificación experimental) para que un enunciado forme parte de ese discurso, y pueda ser tenido en cuenta por la comunidad científica [2][2] El problema aquí es la legitimación del legislador que como todas las instituciones está en debate. Esto nos lleva al planteo sobre el derecho a decidir lo verdadero que en nuestra cultura de Occidente no es independiente de decidir sobre lo que es justo. Aquí nos encontramos en el centro del problema de los limites éticos de la ciencia y la legitimidad ética y política de todo conocimiento científico. La doble justificación de legitimidad del conocimiento por parte de la ciencia y de la ética se ve potenciado por el valor que tiene actualmente la inversión del saber de la tecnociencia[3][3] y su inocultable poder de transformación y concentración económica. Hoy más que nunca la cuestión del saber científico se traduce inmediatamente en clave de poder. Hoy reclaman sin éxito su posesión y dominio los estados nacionales respecto a las potencias económicas supranacionales.
También es posible plantearnos las complejas relaciones de Fe, ética y ciencia desde la iluminación de la Revelación y la manifestación del poder ordenador de la inteligencia divina que se manifiesta en el “Ordo naturae” Deberíamos exponer una lectura de raigambre teológica para poder explicitar los términos implicados en este modo de conocer analógico que supone la integración armónica del “dato revelado” con los datos conocidos por el hombre. “Una catedral gótica es el fruto de la fe y también de la geometría dirá Gilson. El “dato” revelado se ha encontrado con los “ datos” de la naturaleza para producir esa especial forma de cultura que llamamos católica y que se constituye con el patrimonio de la fe, de la doctrina, de la liturgia y la materia de la cual viven y se sirven los cristianos”[4][4] Es así como la ciencia en su desposorio con la Fe y un modo habitual de cultivar los actos humanos de una comunidad producen una respuesta cultural que vive en nosotros independientemente de nuestra condición de creyentes o no. Sin embargo no quisiera detenerme en las sutiles relaciones que guardan, para quienes aceptamos la autoridad del dato revelado, las vinculaciones entre Sabiduría Divina, su manifestación en el hombre por medio de la Fe y el reclamo coherente de una Fe que busca el intelecto y una inteligencia que se plenifica en la Fe. [5][5]. Al respecto dice el Romano Pontífice: “No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización. El libro de los Proverbios nos sigue orientando en esta dirección al exclamar: “Es gloria de Dios ocultar una cosa, y gloria de los reyes escrutarla” (25, 2). Dios y el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran así en una relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se encuentra la plenitud del misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde la misión de investigar con su razón la verdad, y en esto consiste su grandeza.”[6][6]Misterio de Dios y por lo tanto objeto de la Fe personal La grandeza del hombre reside en su poder inteligir (intus legere) , leer dentro las huellas y vestigios de Dios en la naturaleza y captar el mensaje de la Revelación salvífica a la que está convocado por ser una criatura “capax Dei”.
Sin embargo, dada la brevedad del tiempo de esta ponencia y en mérito de tan calificado auditorio de Investigadores, Profesores y Directivos universitarios y a mis colegas del panel, me centraré en los principales interrogantes que esta relación objetiva tiene en el sujeto que cree, que tiene un compromiso ético ante sí mismo, ante la sociedad y su tiempo histórico y que hace o enseña ciencia. Trataré de insinuar estos interrogantes en el contexto contemporáneo, tratando de escapar al clima de escepticismo y desesperanza que Juan Pablo II nos señalaba al comienzo de esta exposición pero siendo fiel a la lectura de los escenarios en los cuales se debate la investigación científica.
2 Los reclamos al científico por parte del mundo contemporáneo
El hombre que hace ciencia se encuentra hoy en una encrucijada compleja en un intervalo histórico en el que es difícil dilucidar el sentido de su accionar metódico y cotidiano. Pareciera ser que con el desmoronamiento de los saberes liberales puestos sistemáticamente en duda por la ciencia moderna, desprestigiados por el positivismo y los neopositivismos, y pulverizados por las lógicas de la desconstrucción de los “discursos” y “relatos” que le daban sentido al quehacer científico, han dejado a la intemperie al hombre que hace ciencia hoy. Allí quedó aislado hablando una jerga ininteligible y rechazada por un anticientificismo creciente. Debido a que no puede hacer de su esfuerzo algo comunicable para el común de los humanos; el hombre de ciencia solo se vincula con rituales complejos y paradigmas cambiantes e inestables con la comunidad científica reducida que le reconoce a través de Internet o exclusivas revistas que intentan rescatarlo del anonimato silencioso.
El científico ha cambiado la objetividad de la verdad y la verificación de los marcos teóricos que lo hacían libre, por el éxito experimental de utilidad o transferencia tecnológica. Hay un megacanje ético, donde un bien honesto en sí como es el hábito dianoético de la ciencia, se resuelve en un bien útil o aplicable que le da razón de fin. Esta razón de fin no es solo instrumental, en cuanto tiene su propia lógica autosuficiente. Es un poder que vence n los resultados fácticos, pero no convence porque su discurso no da razones sino resultados.“En otras palabras, el carácter veritativo de los contenidos de la razón científica viene en buena parte determinado por su operacionalidad técnica, al lado o, quizás en detrimento, de su carácter clásico de correspondencia con el objeto (en sus diferentes grados). Obsérvese bien, no se trata de que éste último desaparezca, pues eso sería imposible tratándose de un conocimiento «científico y válido», sino de que en el establecimiento de su dimensión veritativa se atiende primariamente a su aplicabilidad instrumental como tal. En este sentido, se podría hablar de una transformación de la razón científica en una suerte de razón técnica como fase final de la evolución de la razón en la Modernidad”[7][7]. Esto no ocurre sólo en las ciencias Físico-,Matemáticas, esta lógica de resultados se expande en las ciencias humanas que buscan mimetizarse a esta lógica para justificar su estatus epistemológico.
Hoy en día es cada vez más difícil hacer ciencia pura, desinteresada de sus aplicaciones, con el solo cometido de buscar expresar una verdad presentida, buscada en sus vestigios y expresada con lucidez teórica según un riguroso método de adquisición cierta por las causas. Los grandes maestros de la especulación, los grandes teoréticos, son una especie en extinción en los claustros académicos que no pueden salir de su perplejidad. Las universidades se hallan prisioneras de un nuevo orden que arrasa su pretendida autonomía en lo más profundo de su ser. Al respecto valga este sutil análisis periodístico: “La actual «traición de los intelectuales» presenta un aspecto específico. Se caracteriza por un cambio de costumbres que erosiona las instituciones universitarias desde adentro, bajo el doble efecto de las políticas social liberales impulsadas por los poderes públicos desde comienzos de la década de 1980 y de una lógica de «servidumbre voluntaria» que rige en el ámbito de los docentes‑investigadores… Inmersos en un ambiente de sumisión a las “obligaciones económicas internacionales”, muchos profesores han llegado a considerar, explícita o implícitamente, que su trabajo consiste en dar, a “clientes” deseosos de una formación rápida, una calificación profesional conforme al “perfil” exigido por un mercado de trabajo cada vez más internacionalizado, dominado por las expectativas y necesidades de las empresas de tal o cual sector, de manera que el diploma no es más que un sello de conformidad puesto sobre el “producto” diplomado. Como corolario, en muchos casos esos profesores que tienen una visión casi empresarial de la Universidad, han terminado por asimilarse, a su vez, a managers cuyo negocio es preparar “para la competencia” a “actores económicos eficientes, dinámicos, móviles y flexibles», sin preocuparse por saber qué tipo de humano han contribuido a formar, más allá del homo oeconomicus. Tampoco piensan en cuestionar esa evidencia del economicismo contemporáneo según la cual la «apertura internacional» debería estar asociada prioritariamente a «la competencia económica.”[8][8]
Con la transformación tecnocientífica de la ciencia, su lógica de verificación se legitima en la operatividad, en la capacidad de producir algo que tiene valor económico y por lo tanto es susceptible de transformar el descubrimiento en un invento comercializable con indudable poder económico. Allí ya no hay libertad para autodeterminar el objeto de la investigación científica porque solo hay financiamiento para las transferencias tecnológicas que puedan poner en marcha el aparato productivo y de consumo social.
Al respecto cabe señalar la interesante apreciación de Lyotard que señala que los conocimientos son puestos en redes de circulación igual que la moneda, de modo que la frontera no es ya el saber-ignorancia sino los conocimientos de pago- conocimientos de inversión. Es decir conocimientos de consumo, aptos para ser enseñados, comercializados y conocimientos estratégicos, aptos para quienes en una economía de mercado cumplen la función de analistas simbólicos, al decir de Robert Reich, y que deciden el rumbo del desarrollo, por capitalización acumulada de conocimientos de inversión. Estos conocimientos generan créditos que sustentan la concentración del poder económico y hace más visible la brecha la segmentación por el necesario endeudamiento de quienes solicitan créditos para su desarrollo.[9][9]
Sumada a esta lógica económica librada a la autorregulación de los mercados, la tecnociencia contemporánea tiene implícita su propia contradicción. …»El mito de los «robots» que vencen a sus creadores -dice MillánPuelles- no es otra cosa que la metáfora técnica de un problema moral. El verdadero “hombre-máquina”, que puede sojuzgarnos, no hay que ponerlo fuera de nosotros, como el último engendro de una técnica que se nos hubiera ido de las manos. Somos nosotros mismos los que tenemos dentro la posibilidad de transformarnos en máquinas humanas. Basta con que perdamos el sentido de nuestra efectiva libertad»[10][10]. Estas palabras -que ponen de relieve las luces y las sombras de la exigencia tecnocientífica de la propia constitución del hombre- invitan a repensar el hecho de que la modernidad haya absorbido muchas veces el mundo humano en el mundo tecnológico. En esta tensión de dispersión epistemológica de los paradigmas científicos y en esa lógica de un saber que es poder y un poder que subordina lo político a lo económico se debaten los reclamos y las traiciones del hombre que hace ciencia respecto al sistema que lo sustenta y lo limita.
1. El problema de conciencia ante la ciencia:
La ciencia debe aliarse con la conciencia –ha vuelto a recordar el Sumo Pontífice Juan Pablo II- en la convicción de la “prioridad de la ética sobre la técnica, del primado de la persona sobre las cosas, de la superioridad del espíritu sobre la materia”[11][11] Es desde este presupuesto que intentamos abordar la parte final de nuestra exposición. La actividad científica, como cualquier otra actividad humana está sometida a un juicio de valor, a una valoración. El requerimiento ético se halla donde se hace la apelación a la iniciativa del hombre. Juan Pablo II, ha recordado que la actividad científica no puede colocarse en un terreno neutro. Este Juicio necesita una orientación desde los valores; no puede ser dejado a la valoración subjetiva. Höffner (1983) ha observado que “también la actividad científica se desarrolla según un ethos”; y si hay un ethos de la ciencia, del hombre que se ocupa con la ciencia, debe haber también una ética para la ciencia. El problema, entonces, consiste en saber cuáles serán los valores de referencia.[12][12]
Es aquí donde el problema se sitúa en el centro de lo humano, es el mismo sujeto el que cree y por lo tanto tiene fe, como el que investiga y construye el hábito de la ciencia, como el que conoce lo que conoce y por lo tanto puede hacer un juicio valorativo sobre la ordenación al bien de su conocimiento. Más allá de toda discusión epistemológica y gnoseológica sobre la calidad del conocimiento científico y su verificabilidad según el rigor de la disciplina cultivada, hay en el hombre que tiene el hábito de la ciencia un reclamo interior. Mas allá de todos los condicionantes que hemos tratado de señalar y que son extrínsecos y objetivos, hay en el hombre un eco interior que juzga inexorablemente sus actos. Y en lo profundo de su corazón, de su conciencia, en lo más recóndito de su ser se abre la dimensión del Misterio que inhabita en el hombre y que con diafanidad y autoridad interpela cada acto que procede de su voluntad deliberada.
Si bien hay una exigencia de objetividad, de rigor metodológico y de honestidad intelectual que la ciencia contempla en su ideario ético, hay también un reclamo interior del sujeto, que no es la pura subjetividad del sentir que se hacen bien las cosas. Es un espacio interior en el cual se examina hasta la propia subjetividad, la intencionalidad y legitimidad de cada uno de nuestros actos y se los juzga a la luz del primer principio de la moralidad, la sindéresis, que nos imperan a hacer el bien y evitar el mal. Es en ese espacio donde la subjetividad del acto por el cual nos aplicamos a la ciencia, es interpelado por la objetividad de los ojos del Espíritu que habita en lo profundo del ser de todo hombre y de todos los hombres. Esta objetivación de la subjetividad es la que le permite al hombre de ciencia ese diálogo interior, la subjetividad se transfigura por esta interpelación ética y religiosa de la conciencia en interioridad trascendente. A partir de allí conozco lo que conozco con esa luz objetiva interior que nos deja en paz con la propia conciencia, porque juzga los “datos” de su saber científico a la luz del “dato” Revelado en el hombre que cree o a la sola luz de la razón natural en el no creyente que no rehúsa un orden armónico del universo y religa su juicio a una idea de perfección infinita.
Hay una comprobación existencial en el científico habituado a esta interioridad trascendente que se manifiesta en su serenidad y paz espiritual. Esta es fruto de las respuestas coherentes, aunque siempre provisorias a los reclamos de su conciencia y al compromiso vital de una Fe que sustenta sus convicciones. Llamaremos a este estadio objetividad interior, que no es sino la manifestación de la certeza que da la unidad de la Fe, la mente y el corazón. Esta se expresa en un acto de integridad y densidad vital, es un compromiso irrenunciable por cohesionar y armonizar las verdades de la ciencia en la Verdad de la Sabiduría Divina participada por la Gracia.
Casi como una imagen especular, el actual estadio del desarrollo científico exige plantear en el escenario del diálogo posible entre ética y ciencia un respeto por la objetividad y la autonomía de la ciencia. No debemos, so pretexto de dar un marco ético, ponerle límites a la ciencia en su legítima búsqueda de la verdad. Pero como esta búsqueda está sustentada en una verdad que nos hace libre y no en una libertad que nos hace verdaderos, es posible exigir una objetividad de la objetividad científica. Un nuevo escenario de objetividad en el cual no solo cuente el objeto de la ciencia en sí, sino que comprenda al sujeto de en el que la ciencia es y se sostiene: el hombre. Es la propia dignidad del habitar humano en el mundo es la que exige desde el bien común un nuevo modo de objetivar y autorregular los alcances y límites del quehacer científico-tecnológico “El diálogo entre el hombre y su mundo en el nivel de la ciencia sólo alcanzará objetividad en la medida en que se intente por vía epistemológica crítica integrar la “lógica entis” con la “lógica mentis” Interpretar el “logos” de todo fenómeno e integrarlo en una visión más amplia de la realidad con el concurso de otras ciencias permitirá salvar la hipertrofia de lo empírico como de lo conceptual para rescatar más allá del SER,, LA RAZÓN DE SER”[13][13]
Para finalizar esta breve ponencia quisiera hacer mías las palabras del Papa con las que concluye su llamamiento a reconciliar la Fe con la razón:
“Al expresar mi admiración y mi aliento hacia estos valiosos pioneros de la investigación científica, a los cuales la humanidad debe tanto de su desarrollo actual, siento el deber de exhortarlos a continuar en sus esfuerzos permaneciendo siempre en el horizonte sapiencial en el cual los logros científicos y tecnológicos están acompañados por los valores filosóficos y éticos, que son una manifestación característica e imprescindible de la persona humana. El científico es muy consciente de que la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio”[14][14] .
[1][1] JUAN PABLO II: CARTA ENCÍCLICA “FIDES ET RATIO” Nº 91
[2][2] LYOTARD, J. FRANÇOIS: « LA CONDICIÓN POSTMODERNA »Ed. cátedra, Madrid, 1986, Pág. 23
[3][3]« La notion de vérité change radicalement en passant du savoir logo théorique à la techno science…Elle (la techno science) est efficience technophysique, assurance et puissance d l’action. La vérité « objective », reconnue comme fondamentalement opérative…De ce point de vue la technique es la manifestation ostensible de la vérité du savoir objectif, et cette manifestation consiste elle-même dans l’inversion des moments pratiques et théoriques de ce savoir » HOTTOIS, GILBERT “LE PARADIGME BIOETHIQUE » Une éthique pour la techno science Ed. De Boeck Université, Bruselas, 1990, pag 29,30
[4][4] FÓSBERY, ANÍBAL: “LA CULTURA CATÓLICA” Ed. Tierra media, Buenos Aires, 1999, Pág. 357
[5][5] JUAN PABLO II, op.cit, Nº 16-35 El capítulo II “Credo ut intellegam” y el capítulo III “Intellego ut credam”
[6][6] op cit. Nº 17
[7][7] RAMÓN QUERALTÓ: “RAZÓN CIENTÍFICA Y RAZÓN TÉCNICA AL FIN DE LA MODERNIDAD” El contenido de este trabajo responde en sus aspectos fundamentales a una conferencia pronunciada por el autor en la Universidad de Friburgo (Suiza) en noviembre de 1992 con ocasión de haber sido nombrado “Rapporteur du Doctorat” en esta Universidad.
[8][8] ALAIN ACCARDO Y PHILIPPE CORCUFF : “IMPERCEPTIBLE TRAICIÓN DE LOS INTELECTUALES” en “Le monde diplomatique”, Abril del 2001.
[9][9] Cfr. LYOTARD, J. FRANÇOIS: op. cit. Pág. 19
[10][10] ANTONIO MILLÁN-PUELLES, ”TÉCNICA Y HUMANISMO”, Sobre el hombre y. la Sociedad, Rialp.Madrid,1976, Pág.209.
[11][11] Redemptor. Hominis , Nº16
[12][12] Cfr.FACCHINI, FIORENZO “DISTANCIA HISTÓRICA ENTRE ÉTICA Y CIENCIA” Parte del “Corso di bioética”, Elio Sgrecia a cura di, Milano, Franco Angeli, 1986 Pág. 33-47
[13][13] FÓSBERY, ANIBAL: “RECLAMOS ÉTICOS DE LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA” Conferencia dictada en la Universidad de salta el 19/11/81, Policopiado Pág. 12
[14][14] FIDES et RATIO, op.cit Nº 106
Juan Carlos Catalano, rector de la Universidad FASTA de Mar del Plata (Argentina), presentó esta ponencia ante el CRUP, Consejo de Rectores de las Universidades Privadas, el 26 de junio de 2001, fue publicada en el Boletín Digital nº 1 de la Universidad FASTA y posteriormente en http://uvst.balmesiana.org/es/Conf/confcatalano.htm