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En busca de la Verdad (XI)

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Construyéndonos la Verdad a medida de nuestros sueños, solo para poseer lo que malvivimos, seguimos perdiendo la felicidad entre “cosas” que nos vacían el alma, y cuanto más tenemos, más perdemos. ¿No sería razonable agarrar la Verdad?

Lejos de vivir la Verdad,

solo creemos lo que vemos;

soñamos despiertos una quimera, enloquecidos

por la histeria de una vida que no tenemos,

y así solo vivimos lo que sentimos,

en un castillo de arena, y la perdemos

corriendo tras ella, enfebrecidos:

fantasía de la Primera…,

ya no es lo que era.

Ya tenemos sobre la mesa que la falta de Verdad al vivir de la falsedad del mal ejemplo (activo o pasivo, propio o ajeno) nos hiere a veces de muerte, haciéndonos caer en los defectos y pecados que nos hacen perder la felicidad, que son todos. No es de extrañar, pues el mal ejemplo es la consecuencia directa de la no asunción de la Verdad en nuestro actuar, atándonos a la ficción permanente que nos contagia y hace contagiar falsas asunciones.

Siguiendo esta proposición, vamos a centrarnos ahora en cómo solo la Verdad puede incrementar en nuestra alma la ansiada felicidad que a menudo −equivocados− buscamos en las cosas creadas.

A la Verdad por lo creado

Ya sabemos por experiencia que nada de lo creado puede asegurarnos ser felices, sino que más bien encontramos la felicidad en la vivencia a todas de la Verdad. Cuando ponemos nuestras esperanzas vanas en gozar lo caduco, la caducidad de nuestro efímero placer llega en proporción directamente proporcional a la intensidad con que adaptamos los movimientos del alma a su consecución, y así sentimos engañada nuestra vanidad, que nos reclamaba perseguir afanosamente la vana complacencia en una espiral que nos amarga y enloquece. Porque al tener nosotros un cuerpo caduco, lo caduco pesa sobre lo caduco y hace mella en lo que tenemos de inmortal.

¡Que sí! ¡Que somos inmortales! Dios creó nuestra alma siguiendo la estela, la naturaleza propia de su Suma Esencia, por la cual −al ser Él acción y creación permanente en su inmanencia− nos ha amado desde antes de crear el mundo: siempre hemos estado en el pensamiento de Dios (“Él nos eligió antes de la creación del mundo”: Ef 1,4). Por tanto, somos imagen de Dios antes de existir toda cosa creada.

Desde esta perspectiva, es más fácil entender que, dado que nuestro ser-en-Dios es eterno −por la excelsitud de su divina voluntad−, nada de lo creado puede satisfacer las ansias de asunción que posee nuestro espíritu. Más bien serán medios por medio de los cuales podremos enriquecer y desarrollar el plan que Dios ha dispuesto desde siempre para cada una de nuestras vidas. Lo aclara la segunda parte de la cita que hemos propuesto: “[Nos ha creado] para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor” (Ef 1,4).

La excelsitud del amor

Aquí lo tenemos. El amor. Al ser Dios el Sumo Amor (“Dios es Amor”: 1 Jn 4,8), si hemos sido creados “para estar en su presencia” como afirmamos (Ef 1,4), por lógica deberemos vivir del amor (en y de su Amor), dando y recibiendo amor. Es cierto que, si damos amor, por justicia debemos recibir amor, pero no olvidemos que si hemos de vivir “del Amor” es que tampoco deberíamos dejar de darlo. Si nuestra llamada es al Amor de Dios, la virtud (eso es, la integridad en ejecutar los planes de Dios), estará en vivir en una dinámica de amor con Él y los demás seres creados, cuya cúspide es el ser humano, “imagen y semejanza de Dios”, y por tanto cuya esencia es Dios. (Gen 1,26-27).

Ya vemos que nuestra propuesta inicial de probar que vivir en la Verdad es la única manera como podemos asegurar nuestra felicidad, queda explicado en cómo por medio y solo por medio del amor podemos llegar a asumirla.

Pero nos queda una coletilla. Hemos afirmado que somos eternos. En rigor, solo Dios es eterno. Él es el Amo y Señor, por quien todo es (recordemos la cita de san Pablo que usamos en otro capítulo de la serie: “En Dios somos, nos movemos y existimos: Hch 17,28). Al ser Él Creación permanente, todo lo creado está en constante movimiento y expansión, y cada una de nuestras almas no es más que una gota en el océano, puesto que Dios es “Principio y Fin, Alfa y Omega» (Apc 1,8).

Jesús, madurez de cuanto existe. Dios, el Ser

Retomando el hilo, si Dios es “Principio y Fin”, es que Él debe ser (porque así es) nuestro ejemplo; tanto si lo imitamos como si no. Jesucristo, el Hijo de Dios (Jn 3,16), nos ha dado testimonio de todo ello con su propia vida y milagros (“obras que no ha hecho ningún otro”: Jn 15,24; Jn 5,36), “y una muerte de Cruz” (Flp 2,8). En Él llegamos a madurez con nuestro amor, y solo a través de Él sentiremos la plenitud a que nos sentimos llamados, no en la mera acumulación de bienes materiales o espirituales. (Jesús recapitula toda la Creación, en Él el mundo llega a plenitud, es la cima de todo cuanto existe: Cfr. Ef 1,10; Gál 4,4).

Y aquí nos surge la gran pregunta: ¿Es de verdad Jesús la coronación a la que todo tiende? ¿De dónde surgió la primera semilla de cuanto vemos y no vemos? Su respuesta no puede ser el azar, pues con el mero decir “azar” ya estamos suponiendo la existencia de algo o alguien que mueve ese azar, aunque sea el azar mismo. Ahí reside la prueba más evidente de la existencia de Dios, y por Él, de la Verdad que perseguimos, la felicidad que ansiamos y el amor que nos vivifica. En el centro de todo, pues, está −como hemos visto− el Amor que todo lo sostiene: “Dios nos amó primero” (1 Jn 4,19). Y las obras de Jesucristo −como hemos adelantado− prueban su divinidad.

Por tanto, queda probado que la felicidad la hallaremos, mejor la viviremos, en la medida en que nos conformemos a ese Ser Espiritual Universal que es el motor de cuanto existe, porque todo existe en Él y por Él: es el Dios y Padre que “envió a su Hijo para que el mundo viviera por Él” (Cfr. 1 Jn 4,9). ¿Qué más podemos pedir?

@jordimariada

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