Vamos llegando al final de nuestra reflexión sobre la búsqueda de la Verdad. Hoy toca pensar; analizaremos a fondo el sentido de la Verdad. Sin Verdad no hay sentido (pese a que podemos “sentirla” física y anímicamente). Cierto es que a veces (solo a veces), si buscamos seriamente la Verdad, llegamos incluso a “sentir” incluso el gozo de nuestra fe. No obstante, “sentir” no es la manera correcta de vivir la fe, y ni mucho menos ponerlo como condición para seguir viviendo la búsqueda de la Verdad. Porque si “siento”, ya no vivo de fe. Y si no vivo de fe, estoy perdido: pierdo la Verdad y el sentido.
No puede ser de otra manera, pues “sentir” es una manera subjetiva de encarar los acontecimientos, pero aún mucho más lo es si con el sentimiento tratamos de calibrar las ideas. Pues las ideas son solo algo tan variable que, si cambiamos nuestro “sentir” respecto de ellas, todo nuestro mapa mental quedará trastocado (y con él, el sentido que sentimos de él). Incluso el sentimiento puede llegar a cambiarnos las ideas. Y eso, ¿por qué? Pienso que porque las ideas se mueven en el campo del razonamiento (la conciencia), y no del físico o el anímico como el “sentir”, y por ello se influyen pero no casan fácilmente.
El valor de la experiencia
Recuerdo que en una ocasión un grupo de mujeres a primer nivel empresarial valoraban tan positivamente mi propuesta desde el primer momento por medio del “sentimiento” −según me decían−, que me hacían sentir ganador de la apuesta. Eso era para mí todo un hito, pues el proyecto comunicativo que les proponía era femenino cien por cien, pero temí por él.
Efectivamente, tan repentinamente como si fuera un cambio de tiempo tan radical como nos está amenazando progresivamente el cambio climático, de la noche a la mañana cortaron bruscamente la relación conmigo y ni me dieron la más mínima explicación, hasta el punto de que pasaron a ignorarme de tal modo que cerraron todos los canales de comunicación conmigo y ya ni me cogieron más el teléfono. Conclusión: el sentimiento (y con él, todo el universo que lo acompaña) cambia, y además, provoca cambios globales. Por tanto, no es objetivo.
Pienso que la intuición femenina no debe ser el único factor para valorar un proyecto, como tampoco la masculina (que también existe). La intuición debe articular un criterio multilateral globalizado, pero nunca gobernarlo. Digamos que capta el aroma, pero no necesariamente la esencia.
Por este motivo, me dirigí para tirar adelante mi proyecto “en femenino” a otro tipo de mujeres. Estas tardaron bastante más en valorarlo, pero quedó claro que −manteniendo la simpatía y la apertura que mi propuesta les sugería desde el principio− calibraron a conciencia todas las implicaciones de aceptarlo, y finalmente lo aprobaron sin variar de él nada más que lo que era preciso para adaptarlo a sus empresas y su ideario. De la misma manera, la Verdad puede ser vivida como globalizante que es, pero no debe ser nunca sentimentalizada.
El sentido como motor
Puede que sea este el motivo por el que muchos que dicen admirar al Jesús de los Evangelios no crean en Él, aunque lo admiren (como quien admira una bombilla encendida): porque la fe en la Verdad trasciende la luz que es la Verdad misma, sí, pero la Verdad puede ser admirada sin necesidad de la fe; la Verdad es la esencia óntica inmaterial de todo, mientras que la persona (el ser, hablando en el orden físico, pero también en el metafísico como veremos) es la bombilla. En el orden metafísico (y solo en el metafísico), la fe es infusa al alma.
En consecuencia, a primera vista pareciera como que sin luz la bombilla dejara de tener sentido intrínseco, y por eso esas personas no encuentran el suyo personal (digamos que deambulan a tumbos), al no tener fe… y nos encontramos con que degradándose llegan a trastocar el ser mismo (la bombilla) con eso del pansexualismo. “La vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió” (Jn 1,5).
Constatamos así, a través del sentido, que el concepto de Verdad está íntimamente relacionado con la fe; la fe implica la Verdad, pero la Verdad no tiene por qué implicar la fe. Hablaba san Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio de que fe y razón son dos alas con las que nos elevamos a Dios, idea que está en sintonía con san Anselmo y los Padres de la Iglesia: una fe que busca entender y una razón que busca creer.
Este es el motivo de la crisis de fe actual: representa el rechazo activo o pasivo de la Verdad. Porque aún hay más. El ser humano es más que una bombilla: tiene alma, gracias a la cual puede tener fe. Que el ser humano viva como bombilla apagada no significa que no tenga sentido intrínseco, puesto que siempre (desde que tiene vida, desde que existe) participa del sentido de Dios (que es el Sentido que da sentido a todo sentido) y de la vida divina; es alma en Dios, es decir, participa en Dios de la expresión de la Verdad (“Yo os digo: sois dioses”: Jn 10,34). Ahí reside la gravedad del pansexualismo: la ruptura voluntaria con la esencia del Ser, con Dios.
¡Uf! Hasta aquí hemos llegado, eso es todo por hoy. A la espera de seguir profundizando en la Verdad la semana que viene, cerremos nuestra digresión de esta jornada con unas preguntas: ¿No será que ese rechazo activo o pasivo y generalizado de la Verdad que estamos sufriendo en nuestros días proviene de que aquellos que decimos que reconocemos la Verdad no la compartimos suficientemente, eso es, que no damos luz? Más aún, ¿cabe la posibilidad de que ni nosotros la vivamos en coherencia con nuestras obras? Así, ¿no seremos nosotros los más severamente juzgados por Jesús? A este respecto, acabemos recordando la Palabra del Maestro (Palabra de Dios): “Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá” (Lc 12,48).
¡Hasta la semana que viene!