Hoy en día no está de moda oír hablar de educar la voluntad. Lo que se lleva es sobre todo amor y libertad; seguramente sean estas dos palabras, amor y libertad, las que mejor representan las inquietudes de la sociedad actual. ¿Quién no quiere amar y ser amado, quién no quiere ser libre? Hasta aquí todo bien: mucho amor, palabra que por cierto puede expresar realidades y formas de vida absolutamente contrapuestas entre sí, y, sobre todo, mucha libertad, palabra talismán no menos ambigua a la hora de entender verdaderamente qué queremos expresar con ella.
El problema lo encontramos al darnos cuenta que el hombre, destinado efectivamente a vivir en el amor y a ejercer su libertad, descubre que es incapaz de desarrollar ambas facetas de su vida de una manera mínimamente razonable si no tiene una voluntad formada y robusta: por eso es esencial formar la voluntad de la persona desde sus primeros años de vida. ¡Flaco favor hacemos a nuestros hijos cuando nos esforzamos por evitarles cualquier frustración, pensando que la más mínima experiencia de fracaso va a ser para ellos algo poco menos que insoportable! He dicho que el problema surge al caer en la cuenta de nuestra incapacidad para vivir el amor y la libertad auténticos si nos tenemos una voluntad bien formada, y tal vez sea exactamente al revés, seguramente sea ese momento el comienzo de un camino que nos lleve a la conquista de una personalidad formada, capaz de amar en libertad. Pobre de aquel que piense que esto de amar es fácil, y que las personas, creadas libres por naturaleza, no tenemos ninguna dificultad para ejercer y hacer uso de esa libertad a lo largo de nuestra vida.
Efectivamente, si reflexionamos un poco y miramos con atención nuestra propia experiencia, en seguida entendemos que cuando la voluntad no está suficientemente formada somos esclavos de nuestros propios sentimientos y estados de ánimo, y eso nos incapacita para amar con generosidad – ¿se puede amar de otra manera? – y nos impide también ejercer nuestra libertad.
Acabamos de aludir a otra de las palabras más manidas y trilladas de la actualidad: los sentimientos. No cabe duda que los sentimientos tienen su importancia, las personas no somos seres de goma ni de piedra, pero no pueden ser el criterio único que nos sirva de guía en nuestra vida: nunca pueden convertirse en el motor principal de nuestras acciones o decisiones, ni de las más trascendentes y relevantes, ni de las más nimias o cotidianas.
Sin embargo, la realidad es que en la sociedad actual nuestros hijos están rodeados de propuestas y modelos que les invitan a dejarse llevar por sus sentimientos de una manera casi irreflexiva. Abundan, por ejemplo, las novelas y películas donde se propone a niños y adolescentes que lo mejor es “dejarse guiar por el corazón”, pero todos sabemos que nuestro día a día no funciona así. Muchas personas no se levantarían por las mañanas de la cama si se dejasen llevar por sus sentimientos; otros no acudirían a su trabajo más que algún día a la semana; y, definitivamente, la mayoría de los niños dedicaría muy poco tiempo al estudio si todo dependiese de lo que les apetece en cada momento.
Creo que los padres estamos obligados a reflexionar sobre la importancia de educar la voluntad de nuestros hijos, sabiendo que es importante que aprendan cuanto antes que hay dos formas de hacer las cosas, con ganas o sin ellas, y que dejar las cosas sin hacer porque “ahora no me apetece” no debe ser nunca una opción. No olvidemos que es la repetición de actos positivos lo que fortalece la voluntad, de la misma manera que la reiteración de actos negativos la debilita hasta atrofiarla de tal forma que puede llegar a quedar anulada. Y cuando la voluntad queda reducida a un recuerdo, el hombre ya no es libre. Y un ser que no es libre es alguien incapaz de amar.
Además, es importante considerar que esta formación de la voluntad va creando un cierto gusto y aprecio por el bien buscado. Si conseguimos que los niños entren en esta dinámica, veremos cómo, poco a poco, irán tendiendo al bien de una forma más fácil y dócil, casi natural. Este gusto por lo bueno, lo bello y lo verdadero, es uno de los descubrimientos más hermosos e importantes que nuestros hijos pueden hacer a lo largo de su vida. Eso sí, tengamos en cuenta que para ponerles en ese camino no hay atajos, solamente el ejemplo personal de sus padres y formadores puede encaminarles en esa dirección. Esto no debería producirnos ninguna sorpresa ni asombro, todos sabemos que educar es una tarea sacrificada, y lo es no solamente por la necesidad de exigir al educando, sino sobre todo por la obligación de orientar hacia uno mismo esa exigencia continua de crecimiento personal.
Una última consideración merece nuestra atención: la importancia de lo cotidiano. Porque normalmente todo esto no se logra a través de acciones o tareas extraordinarias especialmente “diseñadas a tal fin”; es más bien en la rutina del día a día donde nos la jugamos en casi todo, y esto es así también en la educación de los hijos. ¡Qué importante es acostumbrarles a hacer bien todas las cosas!, sin excluir aquellas que parecen irrelevantes porque son “lo de todos los días”. Las rutinas siempre han tenido, y conservan aún, un enorme potencial educativo, por eso es fundamental poner especial atención y cariño en las cosas del día a día, esas que parece que no tienen gran importancia. Es necesario que valoremos cada vez más la importancia de lo cotidiano en la vida familiar, porque es en el cuidado y atención que prestamos a nuestros hijos en esas pequeñas circunstancias del día a día donde estamos realmente educando; es precisamente ahí donde ejercemos verdaderamente como educadores.
Los padres no podemos ni debemos renunciar a esta grave y hermosa responsabilidad, a no ser que estemos dispuesto a que la ejerzan otros en nuestro lugar.
Este es el momento: ¡Es la hora de los padres, es la hora de las familias!