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Como un despertar

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De lo más difícil que hay hoy en la vida es llegar a descubrir que la vida entera, ya en sí misma, es un don. Y luego, estará bien (pero es hoy aún más imbricado y menos glamuroso) advertir que la vida (y con ella todo) es regalo del Creador. El siguiente paso será ya agradecerle a Dios ese don que nos ha hecho. ¿Por qué nos será tan difícil, si, cuando haces el paso tres, te sorprende descubrirte –de súbito, miméticamente– en un mundo nuevo en el que el glamur está en, es, precisamente Dios, la fuente de todo bien! Despiertas de un sueño letárgico a un resurgir que se antoja nacimiento. Te encuentras en un guisado en que saborear, más aún, paladear, y por si pareciera mentira, ¡cocinar con el mismo Dios! es el común para los habitantes de ese nuevo mundo. ¡Porque Dios es el Chef por antonomasia! ¿No es de justicia agradecerle tanta copiosidad y generosidad?

Nuestra sociedad que nada en la opulencia está siendo fagocitada por sí misma, transformando su pretendido dominio en papel de estraza mugriento de escurribandas. Tragamos como si fueran delicias la basura que nos sugieren los medios de comunicación ofertando –persuasivos– degeneración etiquetada como “cultura”. La consecuencia es clara: churriangas.

¡Fíjate, hermano, cómo reaccionamos a tan ínclito “encuentro”! ¡Seguimos tragando, vivimos narcotizados por tanto “acontecimiento”! Estamos tan empantallados admirando el dorso alucinógeno de mil y un velos que con su agitación nos obnubilan tanto, que nos impiden admirar con contemplación diáfana la Verdad donde ella embelesa y se respira a pleno pulmón: allí, al otro lado del lienzo, donde –una vez desvelada– luce la obra de arte. Donde Dios mora. Sorpresivamente, si giramos el pliego de velos, descubrimos que la verdadera opulencia es ese “tesoro escondido” (Mt 13,44-50) que al fin nos enriquece, la sencillez hecha joya, la esencia. Y sentimos en lo hondo la exultación sublime de reconocernos pecadores conversos aceptados dignos de compartir el más magno, magnífico festín cual gota de agua que cae al océano.

Ya en el nuevo mundo, vivimos con plenitud tal que nuestra conciencia queda como desvanecida y reinicializada, y solo recordamos que a Dios buscábamos en el llanto obrador de una alegría que ahora gozamos triunfantes por puro amor, sumergidos ya –frágilmente– en el Amor de los amores. Sin duda, hemos aprendido por experiencia labrada a golpe de cincel cuán fácil sería recaer a nuestra anterior vida, pero por eso mismo, aferrados a esa nueva conciencia, somos ya testigos donde los haya, especialmente primorosos en nuestras obras quebradizas, y temerosos de volver a sufrir aquella pesadilla como lo que es: Muerte.

Aprende, hermano, lo que la vida te enseña: que la vida mal vivida es siempre Muerte, y que la muerte a uno mismo conduce a la Vida. ¿No será, pues, de sabios elegir con prudencia? ¡La Vida está para vivirla! ¡Cueste lo que cueste! –Aunque sea la muerte.

¡Porque Dios es el Chef por antonomasia! ¿No es de justicia agradecerle tanta copiosidad y generosidad? Share on X

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