En España estamos siendo testigos de una oleada de iniciativas legislativas que contradicen valores arraigados en la cultura política española: el castigo de la malversación, la condena de la sedición, la división de poderes, la patria potestad de los padres sobres los hijos menores de edad… No faltan voces que se levantan contra estas leyes, desde ámbitos profesionales e institucionales, pidiendo una mayor reflexión y debate sobre cuestiones que tendrán un fuerte impacto en la vida de muchas personas y una imposible reversibilidad.
La motivación de estas apresuradas reformas tiene raíces oscuras: el cortoplacismo por aprobar unos presupuestos, la obtención de apoyos necesarios para seguir gobernando, los compromisos ocultos adquiridos por favores parlamentarios, la agenda de transformación que requiere la demolición de valores asentados en la sociedad y el derecho… Las razones se esconden a la luz, las consecuencias son evidentes.
Todas estas leyes exigen el voto de sus señorías, diputados y senadores, que se comprometieron a cumplir y hacer cumplir la Constitución. Esa misma Constitución que señala que los miembros de las Cortes Generales (Congreso y Senado) son totalmente responsables sobre sus acciones, señalando su voto como «personal e indelegable» (Art. 79) y rechazando el «mandato imperativo» (Art. 67).
Sin embargo, todas estas leyes están saliendo adelante tras la imposición de la férrea disciplina de voto asentada en todos los partidos. La aritmética de los votos se impone a la rectitud de las conciencias. La oportunidad política se prioriza ante el bien común.
¿No hay parlamentarios que disientan con la posición de sus líderes respecto a las leyes propuestas? ¿No hay ninguno que represente un amplio sector de la población (simpatizantes de todos los partidos) que ve estas iniciativas con estupor y escándalo?
Ningún sistema político asegura por sí solo la calidad de sus acciones, siempre se necesita de hombres buenos que aporten su integridad moral para que el sistema se humanice. Y usamos aquí hombres en su sentido genérico, el del género humano, porque nos resistimos a caer en la imposición lingüística de la culpabilidad masculina. ¿Dónde están los hombres buenos?
Si el sistema de partidos en España reduce las decisiones de los parlamentarios al seguimiento de directrices impuestas, ¿para qué se necesitan parlamentarios? Si los diputados y senadores son libres de proyectar su conciencia en su labor representativa, ¿por qué está penalizada la ruptura de la disciplina de voto?
Actuar como hombres buenos significa valorar el bien y el mal de cada acción y decidir en consecuencia. Si no es posible optar por lo que consideras bueno, ¿qué sistema nos hemos dado para gobernarnos?
Un parlamentario debe poseer una fuerte competencia técnica para entender lo que está legislando, dependiendo de su formación eso será a veces más sencillo, otras, requerirá de un gran esfuerzo de su parte; pero todo eso resultará inútil si no tiene una consolidada competencia moral, distinguiendo lo bueno de lo malo, y un probado valor, optando por lo bueno sin dejarse intimidar por daños o peligros que eso le pueda suponer.
Quizá sea el momento de exigir este tipo de currículo a los candidatos a senadores y diputados: su competencia profesional, su calidad moral y su valor. Eso daría un gran vuelco a las listas electorales.
Quizá sea el momento de exigir este tipo de currículo a los candidatos a senadores y diputados: su competencia profesional, su calidad moral y su valor. Share on X
1 Comentario. Dejar nuevo
La moral no es absoluta.
La moral de un partido cristiano no es la misma que la de un partido comunista.
La moral de un Estado laico no es la misma que la de un Estado confesional.
Y la moral de un Estado confesional musulmán no es la misma que la de un Estado confesional católico.
Así las cosas, exigirle a un candidato que manifieste su calidad moral es una medida tan ambigua que da lo mismo no exigírselo.
Además, quien califique la calidad moral, ¿con qué criterio moral va a calificarla?
Pareciera asunto difícil. Pero no lo es. Bastaría comparar los diversos parámetros morales, incluyendo los de la moral cristiana, y relacionarlos con lo que le conviene a una sociedad. Sería apabullante el triunfo de la moral cristiana.
El sistema democrático es malo, bien malo, pero lo empeoraron los políticos estableciendo la división Iglesia / Estado (tú, político, deja tus creencias religiosas en tu casa o en tu templo, que en los recintos políticos no queremos nada de Dios)