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La Sociedad Desvinculada (36). La ruptura generacional

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La cuestión es esta: ¿tenemos alguna responsabilidad hacia las generaciones futuras, es decir, hacia nuestros hijos y  nietos, y más allá de ellos? En primera instancia la respuesta es un clamor abrumador. ¡Claro que sí! ¿Cómo vamos a olvidarnos de los hijos, del futuro? Pero en la cultura desvinculada, tal perspectiva o no existe, o es muy débil, porque la pulsión del deseo como mecanismo realizador no conoce dilaciones. Determinados y grandes problemas de nuestro tiempo tienen esta raíz.

Uno es el declive demográfico y sus consecuencias económicas y sociales. Pero no es el único. La elevada deuda pública y privada de gran parte de Europa, Estados Unidos y Japón es, con todos los matices que se quieran, una losa sobre nuestros descendientes y una forma de apropiarnos de una parte sustancial de sus rentas. Y esta referencia nos conduce a otro gran deterioro provocado porque devoramos el futuro. La crisis ambiental generada por un aporte excesivo de contaminantes de todo tipo y una voracidad sin límites de los recursos naturales. Y aun podríamos introducir otro elemento como es la idolatría tecnológica, el probarlo casi todo sin medir a fondo sus efectos a largo plazo.

Detengámonos un momento en este último punto. El filósofo alemán Hans Jonas plantea que la tecnología moderna es tan avasalladora, que resulta peligrosa y vive una vida propia, en gran medida independiente del control hombre. Una vez más, los impulsos del deseo y el mercado alimentado por el afán irresponsable de lucro actúan como potente combustible de esta dinámica. Pero lo peor de todo es que esto sucede sabiendo que es así desde hace tiempo: productos tan aparentemente inocuos y beneficiosos como el DDT y el refrigerante para neveras, hasta la energía nuclear pacífica (Chernóbil en 1986 y Fukushima en 2011) nos señalan el riesgo. No se trata de convertirnos en neoluditas, sino de actuar con responsabilidad hacia el futuro. Y en todo esto emerge con fuerza la caja de pandora de la biotecnología de las intervenciones sobre la vida a los cambios genéticos en plantas y animales sin mesurar la consecuencia a largo plazo.

una de sus propuestas consiste en promover el miedo hacia nuestro potencial tecnológico

A Jonas la situación le parece tan grave que una de sus propuestas consiste en promover el miedo hacia nuestro potencial tecnológico. Miedo como contrafuego al deseo, aunque sin duda es mejor impulsar la responsabilidad para con nuestros hijos y sus hijos. Una respuesta en línea con la ética que el filósofo alemán también propugna de la responsabilidad, avalada por su obra más reconocida El Principio de Responsabilidad.

Desde una perspectiva teológica, el Papa Benedicto XVI lo afirmaba en estos términos: «El tema del desarrollo está también muy unido hoy a los deberes que nacen de la relación del hombre con el ambiente natural. Éste es un don de Dios para todos, y su uso representa para nosotros una responsabilidad para con los pobres, las generaciones futuras y toda la humanidad» (Caritas in veritate 2010 n. 48).

Sin hijos

Este podría ser el lema de Europa, con contadas excepciones y con la decidida participación española liderando su cumplimiento. En el trasfondo de esta situación habita un trágico cambio de paradigma. Hasta bien entrado el siglo pasado, el nacimiento de un ser humano era sentido como un hecho extraordinariamente positivo ligado a la felicidad de sus procreadores en lo individual, y como un factor de riqueza en lo colectivo. Hoy, a inicios del segundo milenio, la percepción se ha invertido. El hijo es visto como una carga, que en el mejor de los casos hay que posponer porque es un obstáculo para la prosperidad, a pesar de que nuestro conocimiento científico, antaño inexistente, nos dice de la importancia del capital social, del capital humano y de la tasa del progreso técnico ligados a una adecuada tasa de reposición humana.

La razón fundamental del porqué no se ha cumplido la afirmación de Malthus sobre la incapacidad de la humanidad para alimentarse a sí misma no solo tiene que ver con los errores de apreciación propios del autor y de las limitaciones de la teoría económica de su época, sino con la causa del capital humano. Este resulta decisivo para evitar los rendimientos decrecientes ha permitido que la producción agraria aumentara más que las exigencias alimentarias de la población mundial, a pesar de que su expansión se ha visto favorecida por la caída de la mortalidad y la prolongación de la esperanza de vida, en una medida impensable en tiempos de Malthus. Lo que consideraba el problema, la natalidad, en realidad formaba parte de la solución.

A lo largo de la historia los hijos siempre han sido percibidos como un premio, una bendición. Pero a partir de los años sesenta del siglo XX todo esto empezó a cambiar.

El hijo pasaba a ser una limitación a la propia vida. Cierto es que, en este cambio, que forma parte de lo que podríamos llamar la Gran Desvinculación, intervienen diversos componentes. Uno es la radical reducción de la mortalidad infantil. Ya no era necesario tener siete, ocho o más hijos para garantizar que un par o tres llegaran a la edad adulta. A partir de un momento histórico determinado, que en el contexto europeo puede situarse en el siglo XVIII, la mortalidad, sobre todo la infantil, empezó a reducirse más y más. Las diferencias entre países fueron notables, pero la tendencia global resultó inexorable.

En España, el cambio en su plenitud puede observarse en el siglo XIX. A partir de esa fecha el progreso generalizado se multiplica y, si en el año 1900 solo llegaban a los veinte años 570 de cada mil nacidos vivos, cincuenta años más tarde son ya casi todos los nacidos, el 947 por mil. Pero este fenómeno demográfico, fruto del progreso médico, higiénico y, en general, de las mejores condiciones de vida, solo explicaría la disminución del número de hijos por mujer, pero por sí solo no sirve para dar razón de la actual extinción demográfica, cuando una proporción creciente de parejas no tienen hijos o se limitan al hijo único.

Cuando el número de hijos por mujer en edad fértil desciende rotundamente por debajo de dos, significa que algo muy profundo sucede. Porque nada en nuestra herencia cultural apuntaba en tal sentido, sino todo lo contrario: la voluntad de tener hijos como algo grande más allá de las penurias económicas. Sabemos, como civilización y como personas, que el amor materno y paterno constituye una columna central de la compresión que nuestra sociedad tiene de sí misma. Pues bien, este gran amor en unos casos ha desaparecido, y en otros ha quedado reducido a la mínima expresión.

Que ahora el aborto signifique en muchos países de Europa entre el 20 y el 25 por ciento de los nacimientos, incluso un tercio de ellos significa una ruptura antropológica de grandes dimensiones asumida con excesiva facilidad por la mayoría de la gente.

Existe otro factor mucho más explicativo de la caída demográfica relacionado con la propensión al hijo único. Se trata de la edad en la que la mujer tiene el primero y que la evolución de las costumbres ha llevado a que se sitúe en torno a los 30 años. En la mayoría de los países de Europa, la edad media para ser madre rebasa la frontera de los 30 años. En España, se sitúa en los 31,1 años (2017) y el número medio de hijos es de 1,24, cada vez más lejos de la tasa de equilibrio de 2,1.

El retraso en la maternidad es también el aspecto más relevante en Alemania. En 1990, la franja de los 23 años era la que más nacimientos registraba, frente a la de los 30 años en 2010. Hoy es el país con el menor número de niños de Europa: solo el 16,5% de los más de 81 millones de ciudadanos alemanes son menores de 18 años.

En Italia la edad media de la mujer para tener el primer hijo está en los 31 años, y en Austria ha pasado de 25,1 años en 1991 a 28,5 años en 2010, mientras que la tasa de fertilidad se situaba en 1,44 hijos.

En Japón, uno de los países, junto con España, que con mayor crudeza experimenta el invierno demográfico, la edad media de las mujeres que dan a luz por primera vez se ha incrementado en las últimas décadas hasta la treintena. Sin embargo, en países como la India la edad de la primera maternidad apenas ha variado en los últimos veinte años y oscila entre los 19 y 20 años.

El avance de la edad en que se tiene el primer hijo resulta decisivo para el repunte demográfico puesto que, con las cifras actuales, se reduce mucho el tiempo disponible para tener el segundo hijo. La mujer debería tener su primer parto antes de los 26 años para conseguir situarnos en torno a la tasa de remplazo, es decir, de equilibrio. Una de las consecuencias del retraso en la maternidad es el aumento de la infertilidad femenina. Es evidente que a partir de una determinada edad el paso de los años afecta negativamente a la capacidad reproductiva de la mujer, de manera que cuando la mujer desea tener un hijo ya no es capaz de ello. Esto explica la demanda creciente de tratamientos para la infertilidad en España, el país que registró antes de la crisis la mayor expansión en este tipo de actuaciones. De acuerdo con cifras de la Sociedad Española de Fertilidad (SEF), el 60% de ciclos de fecundación in vitro eran de mujeres mayores de 35 años. La tasa de éxito era baja, del 35% en mujeres de 30 años, que aun tiende a reducirse más con el paso del tiempo.

Existe un desorden demográfico consistente en mujeres jóvenes que no desean tener el hijo, y un número creciente que busca tenerlo cuando las condiciones naturales lo hacen muy difícil.

Es ilustrativo recordar a un precursor interesante de la crisis demográfica y destacado sociólogo, Kingsley Davis, que ya sostenía en 1937 que existía una contradicción esencial entre la familia y el «industrialismo» que acabaría con aquella e iría mermando indefinidamente los niveles de fecundidad. El posterior e imprevisto baby boom secuela de la II Guerra Mundial hizo olvidar este tipo de previsiones, y el foco de las preocupaciones demográficas se desplazó hacia el acelerado crecimiento poblacional del mundo en vías de desarrollo. Davis sostenía que la modernidad facilita «intimidades no convencionales» y el matrimonio contemporáneo acabaría pareciendo «una aventura amorosa», concluyendo que el ocaso de la familia y el derrumbamiento de la fecundidad iban juntos.

Solo con el concepto clásico de la familia, los individuos tenían realmente motivos y marco adecuado para engendrar, mantener y socializar a los niños, porque ella supone en sí misma una organización completa de la vida. No se encajaba en ella a menos que se contribuyera a su continuidad, y sin ella no se encajaba en la sociedad.

Por el contrario, en la sociedad de la «movilidad», los niños serían, a cualquier nivel, un estorbo para el ascenso social, por implicar costes sustanciales, directos de oportunidad, para sus padres. La situación llegaría a ser tan grave que Davis llegó a afirmar que la fecundidad solo podría sostenerse con mujeres «casadas» con el Estado; un sistema en que el rol del padre sería asumido por este, y en el que las madres serían mujeres profesionales pagadas por sus servicios natalicios. La visión de Davis ha resultado correcta en una medida muy sustancial. El hijo es percibido como una carga y el matrimonio, en términos de vínculo fuerte, el amor, está siendo substituido por el atractivo o la pasión amorosa, fugaz e inestable.

Si observamos en el contexto mundial el número de hijos por mujer en edad fértil, podemos disponer de un escenario sugerente, que expresa muy bien la complejidad del fenómeno de la caída de la natalidad.

Ciertamente, hay una relación entre menor desarrollo y el elevado número de hijos por mujer. Pero esto solo no explica la situación de países muy desarrollados como Australia, Noruega, Suecia, Francia, Estados Unidos e Irlanda situados en la tasa de reemplazo o muy próximos a ella. Por otra parte, estados como Kuwait, Arabia Saudita o Bahréin detentan también una renta por persona de privilegio en el contexto mundial y, al mismo tiempo, una elevada fertilidad. Bosnia-Herzegovina, de predominio musulmán, tiene, por el contrario, una tasa no ya baja sino simplemente de extinción acelerada.

Por su parte España, Alemania y Japón responden a la ecuación de a más desarrollo número insuficiente de nacimientos. Lo más evidente es que no existe una causa unívoca y que hay diversos factores que interactúan. Religiosos, como en los países árabes, Irlanda y Estados Unidos; de políticas a favor de la natalidad, como en Francia y los países nórdicos; de ausencia de esperanza en el futuro, como Bosnia y, en general, en el Occidente de la desvinculación, que parece no encontrar sentido a la vida más allá del propio yo porque carece de un marco de referencia que le proporcione trascendencia.

En este contexto, la incorporación de la mujer a la actividad laboral es un factor que puede contribuir al descenso de la natalidad, pero no de forma inevitable. Países con una alta actividad laboral femenina, como los del norte de Europa, presentan un número mayor de hijos por mujer que otros, como España e Italia, en los que acaece justo lo contrario.

La conclusión a la que podemos llegar es que, si bien existe una cultura de rechazo en Europa, y en sectores del resto de la sociedad Occidental, ligado a la idea de realización de la mujer y a la del propio hombre escasamente comprometido con su paternidad, no puede interpretarse en términos mecanicistas y simples. Las políticas familiares, las ayudas a la familia y de conciliación entre vida profesional y maternidad parece que aportan resultados, como lo hace la legislación que fomente una cultura provida.

Las creencias religiosas poseen una incidencia personal extraordinaria, aunque después este axioma no pueda trasladarse a países enteros, como lo constata la situación antitética que ofrecen Irlanda e Italia, dos sociedades fuertemente católicas y con una natalidad contrapuesta. Pero esto es así porque observamos la media. Si nos fijáramos en el comportamiento de los distintos grupos de población de acuerdo con sus creencias, el resultado confirmaría la correlación positiva entre fe religiosa y natalidad. Es el caso de España, uno de los países europeos con peores registros, pero que, si descendemos al detalle, podremos constatar que las mujeres católicas practicantes se sitúan claramente por encima de  la media, un insuficiente 1,4 hijos por mujer en edad fértil, mientras que las agnósticas y ateas alcanzan mínimos de hundimiento con un número de hijos por mujer que no alcanza ni tan siquiera la unidad.

La idea que la crisis dificulta el tener hijos no se ajusta a los hechos, como tampoco lo hace la creencia generalizada que establece una relación entre crecimiento de la renta y menor natalidad

La idea que la crisis dificulta el tener hijos no se ajusta a los hechos, como tampoco lo hace la creencia generalizada que establece una relación entre crecimiento de la renta y menor natalidad. Si cuando se crece en términos económicos cae la tasa de fertilidad, y en recesión también ocurre lo mismo, significa que la causa está en otro lado, en el trasfondo de la razón económica, y no en ella misma. El motivo se encuentra en el sentido de la vida que cada uno posea, y en este caso es del todo evidente que la razón instrumental de la sociedad desvinculada tiende a negar la bondad de la maternidad y la paternidad, aunque después se vea que se trata de un error, porque, como afirmaba  una mujer de cuarenta años: «Lo de tener los hijos tarde es una estafa. Se enseñan cosas diferentes de joven que cuando se es más mayor. Lo del crecimiento profesional y el anteponerlo al personal, la hiperprecaución y la necesidad de tener todo seleccionadísimo antes de tener un hijo (tener casa con piscina y garaje y trabajo fijo) se ha demostrado que es falso: solo quieren esclavos jóvenes y sin obligaciones que les separen del horario de trabajo, que no tengan la fuerza y firmeza que da el tener que defender lo verdaderamente tuyo».

Porque a la hora de la verdad, esto es el tiempo cercano a la muerte, te das cuenta de que lo único tuyo que además pervivirá son los hijos.

Solo quieren esclavos jóvenes y sin obligaciones que les separen del horario de trabajo, que no tengan la fuerza y firmeza que da el tener que defender lo verdaderamente tuyo Share on X

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