El escrache se ha convertido en una herramienta política con el objetivo de bloquear la presencia pública del oponente político. Hace uso de una violencia verbal (insultos, gritos…), incluso física (empujones, piedras, sabotajes…) para impedir que el oponente pueda desenvolverse con facilidad en el entorno público: entrar o salir de su casa, pronunciar una conferencia, asistir a un acto público…
En las democracias occidentales está reconocido el derecho de manifestación, que requiere una valoración y aprobación de la autoridad competente, por lo que tiene de limitación de la libertad de movimiento y los riesgos de seguridad para los residentes y transeúntes de la zona afectada. Pero el escrache no pide permiso, se convoca fuera de toda normativa, con argumentos pasionales y arengas de lucha. Es una manifestación de fuerza con un claro objetivo de disuasión.
El escrache está más cerca del linchamiento que del derecho de manifestación. Más cerca de un acto de sabotaje que de un piquete informativo (si es realmente informativo). Busca cancelar al interlocutor, no explicar unos argumentos.
En toda democracia liberal (como se supone que es la nuestra), deben convivir personas con ideas diversas, incluso enfrentadas, y deben respetarse los momentos en que unos y otros exponen sus planteamientos. Para eso existe el parlamento, las campañas electorales, los mítines, las conferencias, los congresos, las entrevistas, los medios de comunicación, la enorme diversidad de foros de diálogo en ámbitos académicos, sociales y populares. Cambiar estos lugares de intercambio de ideas por cuadriláteros de lucha libre sin más norma que la ley del más fuerte es una degradación de la democracia que lleva a su destrucción.
Por eso es incomprensible la pasividad de las autoridades frente a los escraches y la complicidad del gobierno, con ministros en organizaciones que convocan este tipo de acciones.
Para nuestras autoridades, rezar en la calle es más peligroso que reventar una conferencia en una universidad.
Sin embargo, este mismo gobierno se ha empeñado afanosamente en perseguir otro tipo de actos no violentos, que no impiden el acceso ni la circulación de nadie, que no tiran piedras ni bloquean puertas, no vociferan ni patalean, no agreden a policías ni a agentes de seguridad… solo rezan y ofrecen ayuda a quien voluntariamente quiera recibirla. Para nuestras autoridades, rezar en la calle es más peligroso que reventar una conferencia en una universidad. Para prohibirlo se ha modificado el código penal y se han definido penas de cárcel para los infractores.
Hay quien pueda ver en esta incoherencia un rechazo y desprecio a lo espiritual. Pero, pensémoslo bien, el desprecio llevaría a la irrelevancia. Desprecio significa que no se reconoce valor (des-precio), que es algo inútil y totalmente prescindible. La respuesta a lo despreciado es la indiferencia y el abandono. Pero esa no es la situación. Se rechaza la oración porque se la considera peligrosa.
Si se persigue la oración es porque se reconoce su poder. Las clínicas lo saben, lo notan en su actividad, por eso se quejan. Por eso se legisla en su contra, por eso se persigue. Lo que ignoran es que la persecución amplifica el poder de la oración, le da más profundidad y alcance, más fuerza. Ya dijo Pablo de Tarso que «en la debilidad, me haces fuerte», y parece ser que «debilidad» también puede ser traducido como «persecución».
El escrache es una imposición del poder de la fuerza bruta. Las manifestaciones son la expresión pública de opiniones compartidas. La oración es confianza en el poder sobrenatural que quiere que todo sea bueno. Para la salud de una democracia, lo primero es una enfermedad, lo segundo es un indicador de buena salud, lo tercero es el desarrollo del alma de la sociedad.
Para nuestras autoridades, rezar en la calle es más peligroso que reventar una conferencia en una universidad. Para prohibirlo se ha modificado el código penal y se han definido penas de cárcel para los infractores Share on X