Resulta increíble la forma como la Iglesia católica se ha dejado envolver y ha sido destrozada en su buen nombre por la campaña sobre la pederastia. No se trata de desvirtuar la gravedad de los hechos que han cometido algunos religiosos y personas vinculadas a la Iglesia católica a lo largo del tiempo, sobre todo en la década de los años 70 y 80 del siglo pasado, sino de constatar cómo estos dramáticos sucesos, que tienen como protagonistas a personas religiosas, pero que constituyen una excepción, se han convertido en una etiqueta que vincula catolicismo y pederastia. Una excepción por partida doble. Primero porque con relación al conjunto son relativamente pocos los religiosos y sacerdotes vinculados a este delito, aunque hay que decirlo, uno solo ya resulta demasiado desde la perspectiva cristiana. La segunda excepcionalidad es que el número de casos que tienen por protagonistas a aquel perfil de sujetos son marginales con relación al conjunto de casos de la pederastia. En otras palabras, al fijar el foco sobre los católicos, lo que se hace es camuflar la importancia que tiene este delito en nuestra sociedad y enmascarar a los sujetos individuales e institucionales que lo han convertido en un mal social. Desde profesores y monitores, a los propios entornos familiares; empezando por los padres y padrastros.
Hace 30 años que comenzó esta campaña, que se dice pronto, en el área anglosajona, y ha seguido y seguido con persistencia y exageración. Pero lo más curioso del caso es que ha sido la propia institución eclesial la que, en muchas ocasiones, lo ha propiciado. Lo ha hecho, no porque asumiera sus responsabilidades, que era lo justo, sino porque se ha dejado atrapar en un bucle de persistencia, de medias verdades, mentiras absolutas, chantajes económicos, informes absolutamente demenciales, como en el caso francés, en el que los propios obispos y el Vaticano han asumido un informe, encargado para más inri por el propio episcopado, en el que se llega a una cifra desmesurada de casos, no porque estos sean tangibles y reales y estén identificados, sino simplemente por la proyección realizada sobre una muestra. Un mecanismo que ningún tribunal aceptaría para inculpar a nadie ha sido asumido como la expresión de la realidad por los responsables eclesiásticos. Este tipo de cosas son las que resultan increíbles.
Porque, al mismo tiempo, en ningún momento, se ha practicado la denuncia profética del hecho, se ha levantado la mano y se ha dicho: sí somos culpables de unos casos por eso los asumimos, nos avergonzamos pedimos perdón, ayudamos a las víctimas y establecemos los medios para que dentro de todo lo posible no pueda volver a repetirse, pero al mismo tiempo decimos con claridad que este mal constituye una excepción en el cuerpo de la Iglesia, y por contra está ampliamente extendido en nuestra sociedad. Y, por consiguiente, pedimos a esta sociedad y sus instituciones sociales y políticas que depuren también públicamente sus responsabilidades, que indaguen sobre todos los casos denunciados, que vean qué perfiles afectan, que establezcan consecuencias, que definan políticas que lo eviten y que ayuden a las víctimas también, a todas las víctimas.
Eso es lo que era y sigue siendo necesario decir y no se ha hecho. Y esta omisión incomprensible ha dañado el sagrado prestigio de la Iglesia. El mal está producido, pero no es tarde para repararlo y es una tarea fundamental de la Iglesia en esta tercera década del segundo milenio. Y decimos Iglesia, porque pensamos que a esta tarea debemos corresponder todos. No debemos pensar que es una cuestión que afecte solo a la institución eclesial, sino que todos, empezando por los laicos, nos hemos de movilizar para conseguir restituir la verdad de los hechos para que, de esta manera, este mal social sea superado, o al menos se convierte en muy limitado. Y la verdad es que en nuestra sociedad de manera sistemática se producen abusos sexuales sobre menores y adolescentes, y que la protección que existe es insuficiente, y que la sexualización extrema de nuestra sociedad no hace otra cosa que profundizar el problema, y que el deterioro de la vida familiar también perjudica a los menores que viven en estas familias. Y que la pornografía, intocable, por lo visto, contribuye a esta cultural del mal. Mientras la Iglesia continúe siendo el chivo expiatorio, toda esta gran estructura de pecado continuará intocada.
No deja de ser una contradicción llamativa en el caso de España que el encono con que se sigue esta cuestión en relación con la Iglesia, -que culmina con el hecho insólito de que el Gobierno y el Congreso intervengan en la cuestión, mientras al mismo tiempo resulta tabú referirse a una legislación sobre la violencia intrafamiliar– que considere de una manera específica este capítulo de los abusos sexuales en el marco de las relaciones familiares. la pregunta es por qué, si es sabido que este es el principal foco. Del orden del 40% o más de los casos de pederastia se dan en entornos familiares, mientras que el 1% o menos, el 0,4% o solo el 0,2, según las fuentes, corresponde a sucesos que tienen como abusador a un sacerdote o un religioso.
Señalamos la excepcionalidad española, porque es el único país del mundo donde el Congreso directamente interviene para investigar esta cuestión y se la encarga el Defensor del Pueblo. Se produce así un señalamiento público que vincula la pederastia a los católicos, y establece unas finalidades, que como solamente afectarán a una ínfima proporción de casos no se puede cumplir. En ningún otro país se ha producido la singularidad de que el Congreso, por indicación del Gobierno, intervenga directamente. Es escandaloso que el propio Gobierno español y el diario El País, abusando de la desinformación, intenten hacer pasar determinadas investigaciones, como en el caso de Irlanda, como precedentes, de lo que se quiere hacer en España, cuando en realidad lo que se ha hecho, en los casos donde se ha producido la intervención gubernamental, es estudiar la situación en instituciones que dependían del estado. El que estas pudieran tener como gestores miembros de comunidades religiosas, de la propia Iglesia o de otra índole, no significaba que se les estuviera estudiando a ellos, sino a las instituciones, y es por eso que a la hora de la verdad una vez concluida la información, como en el caso de Irlanda, ha sido el propio Gobierno el que ha asumido la responsabilidad de las consecuencias, del escándalo, ha pedido perdón y ha establecido medidas, porque se trataba de instituciones vinculadas al propio estado.
En el caso de España, el encargo que el Congreso ha hecho al Defensor del Pueblo abre el interrogante sobre la legalidad de al menos dos grandes aspectos. Uno, en relación al propio Congreso y a la actuación del Defensor del Pueblo, en la medida que circunscribir la pederastia a un grupo social concreto, promoviendo sobre ellos una causa general, vetada en el Estado de derecho, lo que hace es vulnerar los derechos fundamentales de este grupo. El otro interrogante sobre la dudosa legalidad del acuerdo ya ha sido apuntado. Se trata de que los objetivos que establece el Congreso que debe cumplir la comisión de El Defensor del Pueblo son a priori inalcanzables, al abordar un número tan reducido de casos. El Congreso encarga algo que no puede cumplirse y el Defensor del Pueblo asume algo que, tal y como está planteado, no le corresponde ni puede proceder a su cumplimiento porque es imposible. No solo eso, además al tratarse de una pequeña muestra de los casos de pederastia, los cometidos por personas vinculadas a la Iglesia, los resultados establecerán una importante discriminación de género, porque infravalorarán en mucho los abusos cometidos en niñas y adolescentes, cuando en realidad son las principales afectadas, porque en el grupo que estudiará, lo que predomina es la pederastia de orientación homosexual y, al mismo tiempo, sobrevalorará esta tendencia entre los agresores.
Todo esto no es otra cosa que el síntoma de una poderosa degradación de nuestras instituciones políticas, del Estado de derecho y de las salvaguarda de los derechos fundamentales. Siendo grave, la cuestión de la pederastia, lo que sucede en España va mucho más allá de ella y afecta al propio fundamento de nuestro sistema democrático que, o rectifica, o habrá quedado profundamente socavado a causa del sectarismo ideológico y del seguidismo en relación a un periódico, El País, que lo practica en unos términos y que resultan intolerables para la verdad de la justicia.
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