La indeterminación colectiva sobre el bien y su substitución por las preferencias personales comportan, simple y llanamente, que el bien no existe. Solo son posibles fatigosos y cambiantes procedimientos para llegar a acuerdos sobre las preferencias guiadas, sobre todo, por el deseo. En cuestiones contingentes el método procedimental puede tener validez, aunque limitada, por la misma razón que el trazado de una carretera no puede fundamentarse solo en las preferencias de las poblaciones concernidas.
Pero esta limitación se vuelve general e insuperable cuando se trata de bienes constitutivos, como la vida, o de compromisos a largo plazo, cuando se adoptan decisiones que afectan a las generaciones futuras o a dependientes que carecen de toda posibilidad de estar representados en los procedimientos de acuerdo. Y, por la misma lógica, resulta mal defendido todo lo que atañe a la naturaleza.
En estos ámbitos decisivos para los seres humanos el criterio procedimental, el que en teoría utilizan nuestras democracias, es un formidable embrollo, un gran fracaso moral y práctico de tal dimensión que amenaza la continuidad de la vida humana en la Tierra.
Esta forma de proceder ante una sociedad atomizada ha degradado la idea de lo que es la política y ha convertido la democracia en lo opuesto a la participación
El comunismo se autodestruyó porque la abundancia de controles resultaba incompatible con una sociedad desarrollada y, como tal, compleja. Nuestra sociedad corre el mismo peligro de quedar asfixiada a causa de un mecanismo distinto: la multiplicación cambiante de acuerdos procedimentales sobre cuestiones vitales, que solo sirven para aplazar la resolución de los problemas reales, porque el deseo, las políticas del deseo, impregnan la democracia, limitando su capacidad. Todo ello con un agravante. Nuestro sistema democrático tiene dificultades crecientes para regular acuerdos entre las distintas preferencias dado que se incumplen por sistema los compromisos electorales, que constituyen su base. Las actuales elecciones tienden cada vez más a constituirse como mandatos de confianza, que luego los gobiernos interpretan según su criterio y necesidad. Esta forma de proceder ante una sociedad atomizada ha degradado la idea de lo que es la política y ha convertido la democracia en lo opuesto a la participación. La ha convertido en algo que se aproxima peligrosamente a una forma vacía de contenido real, reduciéndola a un simple ritual.
Para que todo resulte más difícil, la cultura desvinculada ha construido dos mitos, el de la tolerancia y el de lo políticamente correcto.
La tolerancia funciona en un doble sentido. En el relato formalizado consiste en no imponer a unas personas los valores de otras. En la práctica significa que nadie debe inmiscuirse en mis actos, siempre y cuando no vulneren la ley o bien pueda prescindir de ella. El resultado es una sobrevaloración de lo legal, porque define lo que «se puede hacer» y, al mismo tiempo, una proliferación de ilegalidades. El problema radica en que la ley no suele decir nada de lo que «debe ser». Lo legal substituye a lo moral y el bien se confunde con la ley aunque la equiparación sea falsa. La ley solo nos dice de una obligación o prohibición, pero no necesariamente debe estar ligada a lo que es bueno, dado que tal categoría no existe en el orden liberal de la razón instrumental; en todo caso existen multitud de bienes subjetivos que la ley pretende armonizar. Lo normativo es pagar el impuesto que existe sobre la renta, pero esto no es el bien cuando las rentas más altas consiguen reducir mediante medidas legales la aportación que les correspondería en función de sus ingresos reales.
El resultado final desemboca en una hiperinflación de normas y un lenguaje muy especializado. Es el reino de los burócratas, los únicos capaces de moverse por la maraña de directrices, leyes, decretos, órdenes y reglamentos europeos, estatales, autonómicos o federales y locales.
La tolerancia y su articulación con lo políticamente correcto favorece en la práctica el desarrollo desmesurado de los grupos de presión, que tienen como objetivo influir en la ley porque ella establecerá lo que es el «bien» trasmutado ahora en un pretendido interés general.
los lobbies del juego actuarán sobre los representantes políticos hasta conseguir un cambio favorable de legislación
Si la idea del bien fuera clara y se correspondiera con la virtud, la tolerancia tendría una significación marginal, porque lo importante no sería «tolerar», sino ser virtuoso realizado el bien. Si consideramos que una vida buena y realizada no es la del practicante de juegos de azar, los restringiríamos penalizándolos fiscalmente a fin de evitar su extensión, obteniendo además el máximo de recursos para la comunidad. Por el contrario, si todo depende de una ley —un procedimiento que se autosatisface a sí mismo— y que, por tanto, puede modificarse, los lobbies del juego actuarán sobre los representantes políticos hasta conseguir un cambio favorable de legislación.
Exactamente esto es lo que sucedió en España, en Madrid, con el Proyecto de Megacasino de Madrid de Sheldon Adelson, y en Cataluña con otro gran proyecto de juego, el BCN World. Estos lobbies consiguieron que la presión fiscal sobre el juego se redujera del 50% al 10% en un periodo en el que ha aumentado la presión fiscal a las personas, al tiempo que se reducían servicios en la enseñanza y la sanidad por falta de recursos. La gran minoración fiscal sobre el juego se extiende por exigencia legal a todo el sector de empresas dedicadas al negocio del azar. De esta manera disminuyen los impuestos sobre una actividad socialmente indeseable y se aumentan sobre los ciudadanos y la economía productiva y, de manera especial, sobre la cultura como consecuencia de un incremento del IVA. Esto solo es concebible cuando la sociedad carece de una idea de bien ligada a la posibilidad de hacerla efectiva.
la sociedad pide a sus representantes políticos algo que al mismo tiempo se niega a sí misma
Cuando en términos populares se dice que los políticos no tienen «principios», en realidad se está enunciando que carecen de una idea adecuada del bien que los obligue, que constituya el «deber ser». Claro que se trata de una exigencia inútil, porque la sociedad pide a sus representantes políticos algo que al mismo tiempo se niega a sí misma.
Pero volvamos al núcleo de la cuestión, el de la tolerancia. ¿Por qué debe prevalecer la libertad de elección y la tolerancia sobre otros valores en juego?
El argumento liberal de que no se debe legislar sobre cuestiones morales carece de sentido, puesto que la tolerancia y la libertad de elección son, asimismo, valores de aquella naturaleza, del mismo grado o inferior al que puede significar por ejemplo el respeto a la vida humana. Detengámonos un momento en este punto. La vida es el valor necesario por excelencia porque es la condición para que puedan existir los restantes valores humanos. Es difícil entender que la primacía de libre elección conduzca a privar de la vida a un ser humano dependiente, porque entraña la destrucción irreparable de un bien necesario, a expensas de otro bien, el de la decisión de la mujer, que, restringido en un caso y momento concreto, continuará existiendo después de él.
La Sociedad Desvinculada (14). Libertad y desvinculación
Es difícil entender que la primacía de libre elección conduzca a privar de la vida a un ser humano dependiente, porque entraña la destrucción irreparable de un bien necesario, a expensas de otro bien, el de la decisión de la mujer Share on X