Cuando falleció San Juan Pablo II, el pueblo de Roma clamaba por su rápida canonización; “santo súbito”, decían, y le llamaban “el Grande”. Cuando muera Benedicto XVI, mi íntima convicción es que también se podría pedir lo mismo, pero ¿qué calificativo se le podría poner?: “el Magnífico” quizás, porque toda su vida y obra es magnífica, desbordante. O quizás “Mártir”, porque tanto su pontificado como su etapa de emérito han estado, y sigue estando, plagada de ataques y sufrimientos, y él ha respondido siempre con su mansedumbre y bondad, y con verdad y fidelidad.
Los ataques más dolorosos son los que vienen desde dentro.
A algunos les molesta su obra inconmensurable, su reafirmación incontestable de la doctrina de siempre. Les molesta su obra y su doctrina porque supone un obstáculo para su nueva Iglesia, y la quieren anular, desacreditando su persona.
No creo que lo consigan. La verdad y el bien triunfan siempre. Mientras tanto y contra todo pronóstico, Benedicto XVI sigue teniendo una misión aquí en la tierra, seguramente a su pesar: seguir siendo un dique de contención, un obstáculo que impide el derribo de las columnas de la Iglesia, con su sola presencia y su silencio. Le toca sufrir hasta el final de sus días, pero él ya sabe de qué va esto; nos lo dejó por escrito: “Cuanto más se acerca una persona a Jesús, más queda involucrada en el misterio de su pasión” (cf. “La infancia de Jesús”. Joseph Ratzinger”).
Está claro que Benedicto XVI está muy, muy cerca de Jesús, y parece clara, también, cual es su última misión.
Les molesta su obra y su doctrina porque supone un obstáculo para su nueva Iglesia, y la quieren anular, desacreditando su persona. Share on X