Mientras tanto, el Irak y el Irán se enfrentan desde 1980 hasta 1988 en una guerra «clásica» de muy grandes dimensiones por la posesión de territorios ricos en yacimientos petrolíferos. El presidente iraquí Sadam Husein contó con el apoyo casi incondicional de las potencias occidentales. Tanto las del Pacto de Varsovia (Rusia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, la Alemania Oriental, Polonia) como las de la Alianza Atlántica (Estados Unidos, Francia, el Reino Unido, el Canadá, la Alemania Occidental, Dinamarca, Italia) que proporcionaron grandes cantidades de armamento y munición al bando iraquí, sin que el uso de armas químicas por parte de Sadam fuera impedimento para ello. Los Estados Unidos incluso intervinieron contra el Irán en al menos dos importantes operaciones navales, pero curiosamente también proporcionaron clandestinamente material bélico al Irán, lo mismo que Israel. Es una guerra atroz, en la que perece más de un millón de personas y en la que la economía de ambos países queda destrozada. En 1988 finaliza sin resultado por agotamiento de ambos bandos: el único vencedor es la industria armamentística.
El Afganistán surgido de la derrota soviética quedó envuelto en una caótica guerra civil.
Tras el fin del bloque soviético, se proclama la instauración de un «nuevo orden internacional». Muy pronto queda fuera de duda que la nueva situación de ningún modo puede ser calificada de «orden». El Afganistán surgido de la derrota soviética quedó envuelto en una caótica guerra civil. Los bandos pro- y antirruso se fragmentaron por el resurgir de viejas enemistades entre etnias (pastunes, tayikos, uzbekos, turcomanos, hazaras, baluchis… y todos los demás grupos y subgrupos que forman el mosaico afgano) y confesiones (sunitas y chiitas), pero también entre diversas corrientes políticas y formas de interpretar el islam.
Otro factor de gran peso fue (y es) la ambición de caudillos regionales y locales que con sus milicias semifeudales añaden un elemento más a la inestabilidad del país. De hecho, estos conflictos forman parte de la belicosa «tradición» afgana. El problema es que las injerencias de las potencias occidentales abrieron esta caja de Pandora hacia el exterior y proporcionaron a sus actores grandes cantidades de armamento y municiones, añadieron a su propia belicosidad un entrenamiento militar moderno y les facilitaron contactos internacionales, elementos todos que faltaban antes de la invasión rusa.
Con el apoyo del Pakistán y ante el desinterés de rusos y estadounidenses, un grupo de islamistas extremos, los talibanes, llegó a controlar la mayor parte del país, en el que estableció un régimen tiránico y violentamente represivo.
Se ha pretendido a menudo hacernos creer que ese tipo de despotismo es propio del islam. De hecho, no es así. En el islam se ha dado ese tipo de política sobre todo a partir de la implantación del wahabismo en Arabia, pero es y ha sido siempre una excepción. Por otra parte, también ha habido en la historia cristiana casos semejantes: pensemos en Ginebra bajo la dictadura de Calvino o en la Florencia de Savonarola, por no hablar de sectas puritanas como los amish. Como era previsible, los islamistas vigorizados por la ayuda estadounidense, una vez vencido lo que Jomeini llamaba el «colonialismo rojo» y el ateísmo marxista, se volvieron contra el «colonialismo negro» y el ateísmo capitalista. El Afganistán y los campos de refugiados en el Pakistán se transforman en un vivero de terroristas fanáticamente antioccidentales. El propio Occidente es quien los financia importando drogas procedentes de las inmensas plantaciones afganas de opio, mientras dos «amigos y aliados» de Occidente, el Pakistán y la Arabia Saudí, les ayudan dándoles todo tipo de auxilio logístico, así como generosos donativos.
Mientras tanto, un viejo litigio territorial, el empobrecimiento iraní resultante de la guerra contra el Irán y la codicia por las ingentes reservas petrolíferas de su vecino Kuwait llevan a Sadam Husein a preparar una guerra contra éste, pero no sin antes consultar a los Estados Unidos, que por medio de su embajadora le indican que no se entrometerán en un conflicto entre árabes.
Los iraquíes invaden y ocupan el emirato de Kuwait. La ingente producción petrolera kuwaití y las ganancias que producen tienen una importancia enorme para los intereses económicos occidentales. Los Estados Unidos cambian de posición, condenan el ataque de Sadam Husein y logran movilizar una nunca vista coalición militar de treinta y cuatro estados (en su mayoría occidentales) contra un sólo enemigo, el Irak.
peor que esta guerra en sí será su largo epílogo en el que la población civil sufrirá lo indecible
El enfrentamiento entre la coalición y el Irak es breve, dura menos de tres meses, pero el ataque aliado alcanza una intensidad inusitada. Las consecuencias de la derrota iraquí son una destrucción masiva de infraestructuras, gravísimos daños ecológicos y un número muy alto de víctimas civiles. Otro aspecto nefasto es una masiva intoxicación informativa y la manipulación de los medios de comunicación para justificar los propios fines y desacreditar al adversario. Ahora bien, peor que esta guerra en sí será su largo epílogo en el que la población civil sufrirá lo indecible.
Entre 1990 y 2003 el embargo comercial contra el Irak, combinado con el colapso total de la economía nacional y con la devastación de sus infraestructuras higiénicas, médicas, de transportes, etc., acaecidos durante la campaña militar (y que por causa del mismo embargo no podían ser subsanadas) tuvieron efectos indescriptibles en la población civil. Según el periódico conservador alemán Die Welt, que se apoya en un estudio de la London School of Economics, entre 660.000 y 880.000 niños perecieron en este período a causa de la desnutrición y la carencia de medicamentos.
En una entrevista del año 1996, interrogada acerca de esta situación, Madeleine Albright, entonces embajadora estadounidense ante la ONU, respondió que la muerte de medio millón de niños como consecuencia del embargo era un precio asumible:
No es extraño que, en el mundo islámico, ya muy irritado por el largo conflicto con Israel, las invasiones de Rusia en el Afganistán (con un saldo de un millón de afganos muertos) y de los Estados Unidos en el Irak fueran interpretadas como afrentosos conflictos neocoloniales. Los terribles padecimientos de la población civil no hacían sino echar leña al fuego del resentimiento. En estas condiciones era inevitable un auge del islamismo radical.
Una interpretación agresiva e identitaria de la fe musulmana se extendió, de modo hasta entonces inusitado, como respuesta a la injusticia y las crueldades sufridas
Una interpretación agresiva e identitaria de la fe musulmana se extendió, de modo hasta entonces inusitado, como respuesta a la injusticia y las crueldades sufridas. Este sentimiento pudo ser aprovechado por los grupos islamistas ya existentes y por sus dirigentes, que de este modo alcanzaban un poder carismático y una influencia de la que nunca habían gozado hasta entonces.
En no demasiados años vemos surgir grupos terroristas como Al Kaida o el Estado Islámico, financiados por grandes fortunas de la Arabia Saudí y de los emiratos del Golfo, si son sunitas, o por el Irán si son de confesión chií. La revolución islámica iraní y el estado talibán afgano son sus «guías» políticos. El wahabismo, el qutbismo y otras variantes del islamismo radical constituyen su ideología. Sus métodos de actuación se inspiran en el terrorismo occidental «clásico» de los siglos XIX y XX, pero radicalizado y modificado por una exaltación del martirio y la autoinmolación que los hace aún más peligrosos. Los motivos políticos y religiosos a la vez, la fanatización y el lavado de cerebro al que sus miembros son sometidos en ciertas mezquitas y escuelas coránicas, así como en los campos de entrenamiento, sobre todo en el Pakistán y el Afganistán, crean un nuevo tipo de terrorismo y de terrorista.
Curiosamente, los ataques más sangrientos y frecuentes se dan en los propios países islámicos, dirigidos contra musulmanes considerados «infieles» o «herejes» por no seguir la ideología islamista
Curiosamente, los ataques más sangrientos y frecuentes se dan en los propios países islámicos, dirigidos contra musulmanes considerados «infieles» o «herejes» por no seguir la ideología islamista. Si hacemos cálculos, tomando como base los datos aportados por la Fondation pour lʼInnovation Politique de París en uno de los más completos estudios estadísticos sobre el terrorismo islamista , de un total de 170.000 víctimas mortales de este tipo de terrorismo en todo el mundo entre 1979 y 2019, unas 165.000 se produjeron en países islámicos o con una significativa minoría musulmana en los continentes asiático y africano. Pero también en el mundo occidental arreciaron los atentados islamistas.
El caso de Chechenia es sintomático. Tras la desintegración de la Unión Soviética, esta región caucásica rusa de población musulmana intentó convertirse por la fuerza en una república independiente. Este movimiento tomó un cariz islamista muy violento bajo el caudillaje de figuras como Shamil Basáyev, un musulmán wahabista, financiado con dinero saudí y entrenado en territorio afgano y pakistaní. Los islamistas chechenos combatieron a Rusia primero en una guerra frontal, luego en una guerra de guerrillas y, sobre todo, por medio de ataques terroristas muy sangrientos en Moscú y otros lugares de Rusia. Las campañas militares rusas contra los rebeldes chechenos fueron, en crueldad con la población civil, comparables a las dos guerras de los Estados Unidos y sus aliados contra el Irak.
Continuará en un próximo artículo
El Islam y la urgencia de la paz (VI)
Madeleine Albright, entonces embajadora estadounidense ante la ONU, respondió que la muerte de medio millón de niños como consecuencia del embargo era un precio asumible Share on X