La cultura y la política dominante -la misma que forja las crisis acumuladas, porque es incapaz de resolver ninguna, pero sí de multiplicarlas- tiene dos características propias del totalitarismo. La de no asumir ninguna de sus responsabilidades sobre las causas que provocan aquellas crisis y señalar siempre, desde una pretendida superioridad, a los lumpenciudadanos, los estigmatizados, que discrepan de aspectos de la doctrina dominante, y por ello carecen de todo derecho a presentar sus puntos de vista sin ser vilipendiados, censurados, cancelados y, si resulta posible, condenados al ostracismo mediático civil y, si cabe, económico.
Se trata de aquellos que se manifiestan en contra de la teoría de la perspectiva de género en sus dos acepciones ideológicas. Aquella que presenta la situación de la mujer en Occidente como oprimida por una estructura social configurada por los hombres con este fin, el patriarcado, y que es la fuente de toda injusticia hacia ella, y que convierte a todo hombre, padre, esposo, amigo, en un sospechoso que, en el mejor de los casos debe demostrar siempre su inocencia. La otra versión de aquella ideología, y enfrentada al feminismo del patriarcado, es la perspectiva de género articulada en torno a las identidades sexuales surgidas de comportamientos particulares, muy específicos en su relaciones sexuales: los homosexuales, los bisexuales, que ocupan un papel marginal en el discurso, y los transexuales. Estos aparecen en primera línea, si bien la identificación de la identidades sexuales se cuenta por decenas, en una atomización nunca vista de la concepción del ser humano formado por hombre y mujeres.
En la cultura y política dominante es visto como normal que una preferencia de comportamiento sexual, que pertenece a la privacidad de lo íntimo, constituya una identidad colectiva, incluida la bandera propia, con derechos singulares, que constituyen privilegios otorgados por el estado, y portadores de derechos políticos, distintos y superiores a la condición común de ciudadanos. Qué extraordinaria paradoja, las confesiones religiosas que, por definición son colectivas, son vituperadas si se atreven a pronunciarse en el espacio público político, mientras que prácticas sexuales que pertenecen al ámbito de lo privado alcanzan la categoría colectiva y desde ella juzgan todo lo político.
Quienes sostienen que este proceder está equivocado, que no es racional y resulta abusivo, forman parte también de los estigmatizados. También los son aquellos que consideran el matrimonio homosexual como una estafa a la naturaleza del matrimonio, que por definición une a un hombre y una mujer que configuran así la unidad humana que abre la puerta, acoge y protege a la descendencia y a su educación equilibrada, precisamente por aquella dualidad complementaria. Esta evidencia matrimonial común a la historia de la humanidad, al derecho natural y a la ley natural, es perseguida. Para mayor abuso llaman al matrimonio entre personas del mismo sexo “igualitario”, lo que no deja de generar un señalamiento en sentido contrario del matrimonio verdadero.
Se rechaza el derecho de los padres a la educación moral y religiosa de sus hijos en la escuela, y quienes lo defienden son también estigmatizados, como lo son en España los defensores de la educación diferenciada, porque corresponde al estado decidir cómo ha de ser dicha educación, incluido algo tan específico de la familia como es la educación sexual. Porque hoy en día el estado, tan respetuoso con los intereses de las megacorporaciones, penetra en los hogares y dormitorios y se dedica a enseñar cómo deben ser las relaciones sexuales para que sean consideradas adecuadas.
Que los plutócratas monopolicen la información sobre nuestras vidas y construyan fortunas ingentes a expensas de las mismas, evadan “legalmente” impuestos, censuren nuestros mensajes y ahora colonicen el espacio con satélites y cohetes privados, eso está bien para el estado, que ignora lo que en su tiempo fue la legislación contra los monopolios. Pero que los pobres padres reclamen determinados derechos, eso solo puede ser descalificado y perseguido por los palmeros mediáticos del régimen.
Los estigmatizadores afirman que la sociedad es laica, a pesar de la evidencia de que es plural, y que la laicidad del Estado, que significa su neutralidad ante todas las confesiones religiosas, asumiéndolas, respetándolas, colaborando con ellas, y de manera especial, como dice la Constitución española, (Art. 16.3) con la Iglesia Católica, no por una razón de privilegio, sino por ser la mayoritaria del pueblo donde rige este estado. Para los estigmatizadores aquella neutralidad se convierte en la beligerancia del laicismo de Estado, que decreta la exclusión de todo hecho religioso de la vida pública, convirtiendo así el espacio público y el propio estado en un lugar donde no puede existir el reconocimiento de Dios y, por tanto, se convierte en un sistema ateo, que ignora sus propias leyes, como lo que regula el artículo segundo, tres de Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa: “para la aplicación real y efectiva de estos derechos, los poderes públicos adoptarán las medidas necesarias para facilitar la asistencia religiosa en los establecimientos públicos, militares, hospitalarios, asistenciales, penitenciarios y otros bajo su dependencia, así como la formación religiosa en centros docentes público”. Y quienes defienden esto, que es la razón y la ley, son estigmatizados.