En este mismo sitio aparecieron recientemente dos lúcidos artículos del Sr. Martínez Porcell (https://www.forumlibertas.com/el-anunciado-apagon-el-ascensor-y-el-caos/ y https://www.forumlibertas.com/el-gran-apagon-y-la-vacuna-covid-19/ ) acerca de la posibilidad de un ingente corte general de electricidad y de los temores que esto provoca. En realidad, se trata de un tema del que se habla desde hace años y que, de pronto, ha ganado una difusión sorprendente.
Que el riesgo exista, está dentro de lo posible. Que las consecuencias llegarían a ser catastróficas, es evidente: nuestra dependencia de la electricidad y de los hidrocarburos es patológica. Vivimos en una sociedad grotescamente tecnificada. Ya nada se hace manualmente. El medio de transporte más limpio, natural, sencillo y sano, desplazarse a pie, se ha convertido en festiva (y excepcional) actividad de tiempo libre. Hasta en los baños públicos de cualquier establecimiento comercial nos servimos de una célula fotoeléctrica para hacer salir una toallita de papel del depósito que la contiene; por no hablar de las viviendas pretendidamente «inteligentes», en las que a control remoto podemos poner en marcha la cafetera para que el café esté exactamente en su punto cuando lleguemos a nuestro hogar.
Mi tatarabuela tenía una casa de veraneo en un lugar que entonces era rural y que ahora está en medio de la ciudad. De su vivienda habitual a la de vacaciones se podía ir en no más de media hora a pie. De vez en cuando también se desplazaba para inspeccionar unos campos y una casa que poseía a unos 150 km. de la ciudad, viaje «de negocios» que se hacía en parte en tren, en parte en coche de caballos. Actualmente millones de personas consideran imprescindible viajar cientos o miles de kilómetros en automóvil o en avión para pasar unos días de supuesto descanso al menos una vez al año, por no hablar de los desplazamientos por motivos laborales.
Cualquier hogar medio dispone de aspiradora, lavadora (y secadora) de ropa, lavavajillas, televisor, teléfono, ordenador, secador de pelo, afeitadora eléctrica o a pilas, cafetera, refrigerador, automóvil, equipo de sonido (lo que antes denominábamos radio y tocadiscos), aire acondicionado y una interminable serie de otros aparatos de muy dudosa utilidad, pero que consideramos indispensables. Hubo épocas en mi infancia (no soy joven, pero tampoco un matusalén) en las cuales, en casa, sin ser pobres, de todo esto sólo teníamos un frigorífico, una radio, un tocadiscos y un secador de pelo. Éramos austeros, pero eso a nadie le llamaba la atención y la vida era mucho más plácida que ahora.
¿A quién puede extrañarle que en tales condiciones amenace una crisis energética, como colapso técnico o como inflación galopante, y que las consecuencias puedan ser «apocalípticas»?
La posesión y disfrute (o padecimiento, según se considere) de todos estos «bienes» conlleva un ingente e ininterrumpidamente incrementado consumo de energía. Y todo esto no es más que una parte ínfima de la hipertrofiada parafernalia técnica y del derroche de recursos en medio de los que vivimos y de los que dependemos para todo. ¿A quién puede extrañarle que en tales condiciones amenace una crisis energética, como colapso técnico o como inflación galopante, y que las consecuencias puedan ser «apocalípticas»?
Lo más curioso, sin embargo, es la reacción irracional que esta amenaza provoca: miedo y parálisis o, en el «mejor» de los casos, búsqueda de nuevas soluciones técnicas que conjuren provisoriamente el peligro y, a la larga, nos hundan aún más en este laberinto de destrucción y de dependencias entrelazadas. Es ésta la actitud del adicto a una droga, que para calmar la crisis aumenta la dosis. Lo que a nadie parece ocurrírsele es que, tarde o temprano, por este camino acabaremos mal (ya estamos en ello) y que la solución no consiste en aterrorizar ni aterrorizarse y menos todavía en un suicida «más de lo mismo».
En el fondo, lo que desvela esta crisis y el pavor provocado por ella, es otra crisis y otro pavor, invisibles, latentes en nuestra psique, en nuestra consciencia, en nuestra alma. Crisis y pavor que ocultamos y reprimimos, porque son más graves aún, pues en ellos está el germen que provoca los descalabros materiales que nos amenazan o azotan. Otra vez podemos compararnos con el enfermo de alcoholismo o de cualquier otra adicción. Hemos perdido el norte. No nos engañemos, nunca fue fácil mantenerlo, más de una vez nos equivocamos de camino y eso ya desde épocas remotas (tomado literalmente el Antiguo Testamento no es otra cosa que una historia de esos descarríos), pero esta vez las consecuencias que se perfilan claramente son muchísimo más temibles.
¿Por qué somos incapaces de cambiar el rumbo?
Por lo mismo por lo que no puede hacerlo el drogadicto: porque ha abdicado de su libertad y de su responsabilidad. Entendámonos bien: libertad en este sentido no es no obedecer a nadie, no tener limitaciones, decidir sin considerar más que mi interés, disponer a mi gusto, hacer lo que me da la gana… Libertad es tener la capacidad de controlarme a mí mismo, el valor de nadar contra la corriente, de asumir mi responsabilidad, de cumplir mis deberes (los verdaderos, no los aparentes que sólo sirven para justificarnos en el mundo), la fuerza de hacer incluso lo que no quiero, contra mi impulso espontáneo si es necesario. Esta clase de libertad es muy costosa y exige sacrificios, pero es la única que vale la pena. Es la libertad cuyo fundamento consiste en mirar de frente, con los ojos bien abiertos y sin dejarse cegar por el miedo ni embaucar por espejismos, la de ver y reconocer incluso lo que preferiríamos ignorar. Es la libertad que surge de afrontar la verdad desnuda, la misma verdad que, dice el Evangelio según San Juan, nos hará libres.
Lo que desvela esta crisis y el pavor provocado por ella, es otra crisis y otro pavor, invisibles, latentes en nuestra psique, en nuestra consciencia, en nuestra alma Share on X