En plena crisis económica de la Gran Contracción que comenzó en el 2008, Michael Lewitt, presidente de Harch Capital Management, presentaba un duro paralelismo. Lo hacia al comparar el escenario que describe una narración extraordinaria, Las Benévolas, de Jonathan Littell, y la crisis económica. Trata de la Alemania Nazi, las SS y el relato imaginario, frío, atractivo y, en ocasiones, morbosamente descriptivo de un oficial de aquel cuerpo, el Dr. Aue. Un personaje consciente del mal que hace sin que ello le haga sentir ningún remordimiento. Por el contrario mantiene fuera del ámbito de sus responsabilidades como oficial una plena libertad de pensamiento. Lewitt sostiene la tesis de que las diferencias entre nuestro mundo y el de los nazis son de grado, no de naturaleza, porque la sociedad sigue llena de personas bien intencionadas que solo cumplen órdenes pero queriendo ignorar las consecuencias de sus actos. Es la disolución de la responsabilidad ante la perspectiva del bien y del mal. Hay mucho de verdad en esta reflexión, y en todo caso, lo que sí es evidente es que algo muy decisivo se ha roto en nuestra sociedad, aunque resulta imposible repararlo si no sabemos de qué se trata. Y ese algo, como en el caso del Dr. Aue, es la desvinculación, la mentalidad surgida de esta cultura, que establece rupturas, disociaciones, y dislocaciones en nuestras vidas .
Algo va mal es el título de un conocido libro de Tony Judt, pero ese «ir mal», que en su versión catalana ofrecía un título más preciso, El Món no se’n surt (el mundo no acaba de encontrar la salida), da pie a otra pregunta. ¿Es «todo» el mundo o se refiere sobre todo a la parte de este que abarca a Europa —unos países más que a otros— y, en cierta medida, a Estados Unidos, a todo aquello que llamamos sociedad occidental? Sí, ya sé que la cuestión planteada en estos términos resuena a La Decadencia de Occidente, y podemos remontarnos a Oswald Spengler, y también podríamos rememorar a Arnold Toynbee y su monumental Estudio de la Historia. Spengler es un nombre históricamente sospechoso por su deriva contraria a la República de Weimar, pero con una vida suficientemente compleja como para no admitir el blanco o negro. Crítico con el nazismo y admirador declarado del fascismo, existen dudas razonables sobre si su muerte en 1934 fue natural o un asesinato político. Su obra ha influido conceptualmente, más de lo que las simples citaciones explícitas puedan señalar. La Decadencia de Occidente fue prologada por Ortega y Gasset en su primera versión española, y se presenta como una «Morfología de la Historia Universal», que busca demostrar que las civilizaciones forman grandes unidades independientes que siguen un ciclo vital de juventud, crecimiento, florecimiento y decadencia. La crítica actual, poco propicia a todo lo que sea una metanarrativa, se acentúa en este caso por dos razones. Una inherente a la obra, su esquematismo. La otra a causa del autor, cuyas querencias autoritarias no constituyeron una buena carta de presentación en la universidad europea de la postguerra. Toynbee es distinto. Se convirtió en una celebridad mundial por su monumental Estudio de la Historia, escrito entre 1933 y 1952, publicado en castellano en una primera versión de 17 volúmenes[1] en 1963. El historiador inglés presenta otro metarrelato mucho más complejo y rico en contenidos que el de Spengler. Ofrece una filosofía de la historia fundamentada en una concepción unificadora de la humanidad que se desarrolla mediante las grandes civilizaciones.
Tesis desprestigiadas unas y muy cuestionadas otras; lo que se quiera, pero que junto con la última apreciación de Judt aportan un trasfondo común. La idea que subsiste en todos estos autores, tan distintos entre sí en su forma de pensar y momento histórico, es la de que algo muy profundo estaba dejando de funcionar en nuestra sociedad. La característica más visible de esta concepción es el temor, cuando no la desesperanza, ante el futuro. Pero ese no es el estado de ánimo del resto del mundo, al menos de la mayoría de sus habitantes, quizás con la única excepción del complicado mundo islámico. China, India, la mayor parte de Asia, parte de esta montaña rusa que es Iberoamérica, y muchos países africanos, creen firmemente que su futuro será mejor que su pasado. En los países emergentes la idea de que el mundo no encuentra salida puede parecer una estupidez. Y es que lo que no funciona está aquí. En Barcelona, Roma, Frankfurt, Manchester, Lyon, en todas y cada una de las poblaciones europeas, en el seno de la mayoría de sus gobiernos, en el corazón de la propia Unión Europea.
«Somos esclavos porque somos incapaces de liberarnos», frase de Herzen[2] que Orlando Figes utiliza en su imprescindible La Revolución Rusa 1891‑1924, puede señalar la debilidad europea. En su reflexión histórica, Figes formula una conclusión que llama la atención por su lejanía del tópico. «Si hubo una lección que pueda extraerse de la Revolución Rusa, fue la de que el pueblo había fracasado a la hora de emanciparse a sí mismo. Había fracasado a la hora de convertirse en su propio amo político, de liberarse de emperadores y convertirse en ciudadanos»[3]. ¿Y si el pueblo europeo hubiera fracasado también en convertirse en su propio amo porque careciera de la fuerza de cohesión necesaria, la amistad civil aristotélica, para cooperar en esta gran empresa política? ¿Y si el malestar europeo es el fruto inexorable de la cultura y las pasiones dominantes? No es el único aprendizaje que Figes señala, hay otro muy interesante relacionado con el error del régimen liberal, la Duma o parlamento, que pretendía trasladar mecánicamente el sistema democrático europeo a las condiciones rusas, en lugar de partir de las tradiciones de autogobierno como los zemstvos y las dumas locales[4]. Es un error repetido hasta ahora mismo, que explica la causa del fracaso de Estados Unidos en Irak, y todavía más el hundimiento repentino del régimen afgano pagado por Estados Unidos, y que desapareció en unos pocos días de agosto de 2021, con la huida estadounidense. Es, en último término, el menosprecio de la tradición por parte de la modernidad, y el olvido que cada tradición necesita de una comunidad que la escuche y transmita. La democracia liberal entendida como el fin de los tiempos y la solución universal, sin el suficiente atisbo crítico. Y este tipo de fracaso también funciona hacia adentro. ¿Se puede afirmar que en Europa la democracia representativa funciona razonablemente bien? El tópico curalotodo de que es el menos malo de todos los demás sistemas no puede constituirse en coartada que soslaye la crítica y el cambio, y la eterna advertencia a que viene el lobo del fascismo, tampoco debe justificar la deriva represora de nuestras democracias para las ideas que están fuera de su cultura hegemónica, porque esto no permite el juego de mayorías y minorías propio de la democracia, sino el del poder y la disidencia, de los estados policiales. La democracia liberal se inscribe también en el marco de una tradición concreta la liberal, y no constituye ni una respuesta universal, ni atemporal. El Brexit es un fracaso de Europa. Previsiblemente lo será de Gran Bretaña, pero claramente es un indicador fuerte de la pérdida de atractivo de la Unión Europea, como lo es la crisis con Polonia. Un presunto Polexit, que intenta solucionarse mediante la factura económica, sin reparar que el problema de fondo que se extiende también a otros países de Centroeuropa, como Hungría, y Chequia, aquellos que más lucharon contra la dominación comunista, y poseen por esta causa un universo moral que es distinto a la ideología dominante en la Unión. Hay que leer Vaclav Belohradsky en La Vida como Problema político publicado en Milán en 1980, y en España en 1988 por Ediciones Encuentro, para encontrar las raíces de un desencuentro anunciado: el de la irresponsabilidad moral como sustitutivo de la conciencia personal que encuentra su máxima expresión en la conciencia religiosa, y la relegación de la vida irrepetible a un hecho trivial, gracias a una burocracia de la despersonalización.
Artículo publicado en La Vanguardia
[1] EDHASA 1963. Hay una segunda versión de 1974, Compendio en tres volúmenes y edición de bolsillo de Alianza Editorial 1970. [2] Aleksandr IvánovichHerzen fue un socialista utópico, que consideraba que en Rusia era posible pasar al socialismo a partir de los campesinos. [3] Figes, Orlando. La Revolución Rusa 1891-1924 Edasa 2000, p. 879. [4] Ob. cit., p. 883.
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Reflexiones muy interesantes y acertadísimas. Desde luego, la cultura y la civilización occidentales están más que en peligro. Hace unos años el periodista franco-alemán Peter Scholl-Latour tituló a uno de sus libros «Die Angst des weißen Mannes» («El miedo del hombre blanco») y además hablaba a menudo del fin de la hegemonía occidental. Pero, como lo demuestra el hecho de que ya Spengler se ocupara de ello, la crisis no es nueva. Su preludio más lejano está quizá en el resurgir del aristotelismo en la baja Edad Media (con la pretensión ilusoria de alcanzar sistemas filosóficos y teológicos que lo expliquen más o menos todo), seguido por el consecuente y narcisista antropocentrismo del Renacimiento, del que deriva el racionalismo desalmado de Descartes. La Ilustración es el punto de inflexión, a partir del cual el materialismo avanza imparable y destructivo. A pesar de alcanzar la cumbre de su poder y de su difusión entre el S. XVIII y el presente, nuestra cultura está en estos siglos ya seriamente enferma. Que todo el mundo esté en una gravísima crisis (el optimismo de ciertos países sólo se explica por el retraso con el que han entrado en el mismo proceso que nosotros) es inevitable, pues hemos exportado nuestra civilización a toda la humanidad y con ella la enfermedad que la aqueja. Por otra parte, hay un factor con el que Spengler no contaba: la crisis ecológica, consecuencia, en el fondo, de la misma enfermedad materialista. Aquí nos hallamos sumidos en una catástrofe que hemos provocado y seguimos provocando, que escapa a nuestro control y que afecta a todo el planeta. La Tierra es un navío escorado y con vías de agua. La barca de Pedro, el último bote salvavidas que nos quedaba, tampoco está mejor: cada día se parece más a una patera a la deriva en un mar proceloso.
No se dice ladeado, se dice ESCORADO.