Los debates y las controversias ideológicas nunca son puramente ideológicos. Quienes nos aproximamos a la filosofía sabemos -de la mano de los clásicos- que la razón nunca actúa sola; los sentidos, las pasiones, los impulsos e incluso los instintos no son autónomos, todo en el hombre es humano. Esto quiere decir que el aprendizaje, el debate y la polémica –cuyo centro es la inteligencia, que es inmaterial– no deja de ser un suceso emocional. Es por esto que aprendemos más fácilmente cuando tenemos la disposición emocional de aprender: todos recordamos a esas señoritas encantadoras o a esos profesores competentes que al dictar sus clases producían en nosotros el deleite de aprender. También los debates participan de este carácter propiamente humano: no son dos fríos intelectos los que discuten ni son dos puras animalidades las que entran en pugna. Son dos hombres, con su inteligencia, su razón pero también sus emociones, sus pasiones y hasta sus miedos. Como en el Ajedrez.
Es sabido que en el juego-ciencia la práctica, la habilidad, la inteligencia aplicada, el manejo de las estrategias es determinante. Pero no es lo único. También importa el autocontrol, muchos errores se cometen por orgullo, por subestimar al oponente, confiarse excesivamente, ser demasiado cuidadoso. Y esto es así porque en el Ajedrez se refleja quién es uno; primero, por las características propias del Ajedrez en cuanto tal, pero también porque en todos los juegos de alguna manera nos revelamos, nos mostramos como somos.
Asimismo, quizás el Ajedrez nos permita una aproximación a la compleja realidad social y política de la Nación Argentina.
La Argentina está atravesada por varios discursos, por complejas ideologías y por robustas doctrinas. Todas ellas tienen un elemento teórico, sincero o no, realista o no. Sin embargo, al ser éstas encarnadas por personas de carne y hueso, cada una le imprime a sus ideas la marca especial de su propia individualidad (al igual que en el Ajedrez podemos mover los peones con elegancia o toscamente). De la misma manera que un jugador puede adelantar un alfil blanco para amenazar el campo de las negras, las doctrinas tienen un planteo que consideran verdadero y repugnan lo que entienden falso. Ý en el día a día de la guerra ideológica, ¡cuántas veces, envalentonados por una buena jugada, podemos confiarnos, desbocarnos en el ataque y terminar perdiendo una buena posición o piezas clave!
También pasa lo mismo en la política y en las controversias ideológicas. No son robots los que discuten, los que tejen alianzas partidarias, los que se asocian para lograr sus propios fines. Son personas, somos personas que al tomar una decisión involucramos elementos tanto conscientes como ocultos. Jürgen Klaric, uno de los especialistas mundiales en ventas, dice que –para ser eficaz–la acción de vender debe apuntar a cubrir “la necesidad antropológica inconsciente” de una persona. ¿Y no es verdad que nosotros “compramos” una idea, una ideología, un discurso, una doctrina? ¿No hay acaso una alineación entre aquello que está en lo recóndito de nuestro corazón y la teoría que sostenemos?
Hasta aquí, cualquier lector podría estar de acuerdo. Ahora bien, trascendamos el plano psicológico (la salud de la persona no se define por la alineación de sus actos con sus ideas, lo cual es condición necesaria pero no suficiente). Esas ideas deben estar alineadas con la verdad de las cosas, con la veritas rerum, como dice la tradición filosófica clásica. Es el momento de decirlo con todas las letras, aunque pueda sonar antipático para los oídos de cierta gente intoxicada por el indiferentismo. Antonio Machado podrá ser muy eufónico con su Caminante, no hay camino, podemos sentirnos gigantes escuchando a Joan Manuel Serrat interpretando estos versos, pero estas coplas no nos inspiran a ser mejores. Si se sabe ver, estos versos nos transmiten desesperación, indiferencia doctrinal; nos transmiten un espíritu resabiado de relativismo, con dosis calculadas de escepticismo. Porque si no hay un camino mejor que otro, un camino preferible a otro, un camino objetivamente bueno, entonces no hay verdad. Y estaríamos en el Reino de la Opinión donde las ideas y posiciones no valen en función de su correspondencia con la realidad sino en virtud del poder que me den.
En Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carrol lo retrata nítidamente:
–Cuando yo uso una palabra –dijo Humpty Dumpty con un tono burlón– significa precisamente lo que yo decido que signifique: ni más ni menos.
–El asunto es –dijo Alicia– si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
–El asunto es –dijo Humpty Dumpty– quién es el amo. Eso es todo.
Pero esto, ¿no establece el despotismo más abyecto? Amparados en el puro ejercicio poder, sin norte ni brújulas éticas objetivas, ¿qué lugar queda para la Justicia?
¿Dónde está más protegido el débil? ¿En la Ciudadela de la Verdad y la Justicia absolutas (así, con mayúscula) o en el Reino de la Utilidad, el Interés, donde predomina la cantidad como criterio de orden, el número como razón demostrativa y la conveniencia como indicador del obrar?
Es esta, efectivamente, una posición cómoda para los libros pero contraproducente en la realidad: ¿aceptaríamos acaso que nuestro jefe no nos pague nuestro sueldo sólo porque tiene más fuerza? Si nuestro empleador se negase a hacerlo, seguramente le diríamos que debe abonar los honorarios “porque es lo que corresponde”. Ahora bien, lo que corresponde es lo justo. ¿Y si nuestro jefe nos escupe en la cara la perversa filosofía de Machado, según la cual no hay justicia verdadera sino puntos de vista? ¿Qué le impide decirnos “Lo que corresponde está sujeto a cambios y pautas culturales, válidas para ciertas épocas y ciertos lugares de la humanidad, y casualmente mi empresa no es uno de ellos”? ¿Por qué debería pagarnos si la verdad no existe, si la justicia es una convención, si no hay “un camino” éticamente bueno?
En la Argentina, el debate legislativo sobre el aborto –impulsado por el oficialismo macrista en el 2018 y por el oficialismo kirchnerista en el 2020– es el escenario más descarnado de esta mentalidad. El débil es el niño por nacer, el máximamente desprotegido, ni gritar puede. Se decide –se decidió– sobre su vida en base a criterios de interés, de utilidad: serán las cifras las que deciden si es legal o no descuartizarlo, la mayoría de los votos. En la Cámara de Diputados, 131 votos a favor, 117 en contra, 6 abstenciones.
Este relativismo está en los tuétanos de nuestro sistema político: y ahí tenemos a diputados y senadores falibles por separado que, por arte de magia, se vuelven «infalibles» en las Cámaras del Congreso de la Democracia Argentina (argumento agudamente señalado por esa gran cabeza que fue Juan Donoso Cortés). Estos políticos sólo sirven para contar cuántos porotos les reditúa presentarse celeste o verdes. Así, Cristina Fernández de Kirchner “descubrió” que estaba a favor del aborto en el 2018; Juan Manuel Urtubey apostó al progresismo luego de varios años de administración conservadora; Sergio Massa tejiendo alianzas políticas donde las ideas, los conceptos, los principios se subordinan a la acumulación de capital político. El entonces Presidente de la Nación Mauricio Macri habilitó en el 2018 -al mejor estilo Poncio Pilatos- debatir si el bebé en el vientre materno puede ser asesinado (o no), luego de haber sostenido -durante el Congreso Eucarístico Nacional, en Tucumán, junio 2016- las siguientes palabras: “Defiendo la vida desde la concepción hasta la muerte”. El 10 de diciembre del 2019, el actual Presidente Alberto Fernández pronunció estas palabras en solemne Juramento Presidencial:
«Yo, Alberto Ángel Fernández, juro por Dios, la Patria y sobre estos Santos Evangelios, desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de Presidente de la Nación. Y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación argentina. Si así no lo hiciere, Dios y la Patria me lo demanden».
La Verdad, la Justicia y el Poder parecen ir por caminos distintos. La pregunta es qué camino va a tomar usted, lector. ¿Se va a convertir en parte de la solución o en cómplice del problema?
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1 Comentario. Dejar nuevo
Un artículo brillante y con toda la razón en lo fundamental. Ahora bien, tengo la impresión de que convendría precisar algunos aspectos.
Del «camino» de Machado no puede esperarse un argumento puramente filosófico, pues para eso es poesía y no filosofía. El fin de la poesía no es la expresión racional (unívoca, explícita, inequívoca, absoluta) propia del texto filosófico, sino la expresión emocional y la expresión estética (es decir, la belleza o incluso la fealdad sublimada). La emoción está a menudo impregnada de contradicción y de paradoja, negarlo sería desconocer su naturaleza. Catulo lo expresa magistralmente:
Odi et amo, quare id faciam fortasse requiris.
Nescio, sed fieri sentio et excrucior.
En dos versos formula la paradoja (odi et amo), la perplejidad racional ante ella (quare id faciam fortasse requiris), su misterio (nescio) y su realidad indiscutible al margen de todo argumento (sed fieri sentio et excrucior). Así pues, no podemos reclamar del lenguaje poético el mismo tipo de congruencia que exigimos al lenguaje filosófico. Cada uno se rige por sus propias leyes, lo cual no es relativismo: sería un error esperar que la gallina diera luz a sus polluelos, pues por su forma de reproducción es un animal ovíparo, no vivíparo.
La idea misma de un «camino objetivamente bueno» es una metáfora y pertenece por lo tanto al ámbito de las artes poético-retóricas. La moral toma esta expresión prestada porque sirve mejor a sus fines y posee más fuerza expresiva que el lenguaje puramente lógico-racional. El que no haya camino y que el camino se haga al andar admite otras interpretaciones que una (valga la paradoja) literalmente metafórica.
El cristiano sabe cuál es su «camino», en el sentido de que sabe adónde debe llegar, incluso por dónde debe y no debe ir. Pero a lo largo de su vida terrena se encuentra con que para llegar a destino falta una senda marcada y allanada, por lo que debe buscar en una noche oscura, en un desierto, en medio de situaciones hostiles, entre signos que desorientan y confunden: ese camino sin camino es el camino de los santos. Las huellas que quedan, es lo que dejamos atrás, nuestras vidas, nuestras obras, la senda que hemos marcado con nuestro buen o mal ejemplo y que no podemos cambiar, pues no podemos retroceder en el tiempo. Obras que, igual que todo en este mundo, son efímeras, como las estelas en el mar, lo que nos invita a ser modestos y no sobrevalorar nuestros hechos.
La justísima crítica del relativismo (el término me parece demasiado cortés, yo diría más bruscamente «arbitrariedad») no debería llevarnos a un «absolutismo» igualmente peligroso. Aunque el hipotético ejemplo puesto por el señor Monedero es muy acertado (el desvergonzado empleador que no quiere pagar el salario), la frase “lo que corresponde está sujeto a cambios y pautas culturales, válidas para ciertas épocas y ciertos lugares de la humanidad» parece negar la existencia de estas pautas culturales y de reglas que son determinadas por ellas. Estas pautas espacio-temporales existen y las normas que de ellas se derivan no son necesariamente ilegítimas. Si consultamos la monumental «Theologia moralis» de San Alfonso María de Ligorio, hallaremos bastantes ejemplos de comportamientos que en el santo consideraba justos y que hoy absolutamente nadie con un mínimo de sentido ético y de cordura consideraría aceptables.
El ejemplo extraído de «Alicia en el país de las maravillas» ilustra estupendamente mucho denlo que tenemos que soportar en nuestros días.
Con respecto a la política argentina, me atrevería a decir que, desde hace ya tres cuartos de siglo, es una especie de laboratorio en el que, por desgracia, se experimenta con nuevas lacras, muchas de las cuales acaban llegando antes o después a todo el mundo occidental. Una triste forma de estar a la vanguardia…