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El perdón de Dios

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El misterio más excelso e insondable y más beatífico de Dios no es su omnipotencia o su omnisciencia, que lo puede y sabe todo, sino que Dios es santo, tres veces santo. Ello nos inclina a adorarle de corazón, y a amarle por su bondad y amor inefables.

Pero ¿cómo amar a quien no vemos? Dice el Evangelio que si decimos que amamos a Dios a quien no vemos y no amamos a nuestros hermanos a quienes vemos, somos unos mentirosos (cf. 1 Jn 4, 20)

¿Y qué relación existe entre el perdón a los demás y el amor a Dios?: “El Amor, como el cuerpo de Cristo, es indivisible (…). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza se hace impenetrable al amor misericordioso del Padre; (y en cambio) en la confesión del propio pecado el corazón se abre a su gracia” (Catecismo 2840)

Si Dios nos perdona y si somos conscientes de ello, nuestra alma se inclina a perdonar a quienes nos han ofendido, nunca tan culpables como lo hemos sido nosotros al ofender a quien es Bondad y Belleza infinitas.

Y Dios está dispuesto a perdonar todo y a todos. (nº 982, Catecismo): “No hay nadie tan perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero”. Ello nos ha de mover a unir nuestro perdón al del Señor. Aunque: “No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión” (Catecismo, nº 2843).

Ya sabemos que en el Padrenuestro oramos: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Y comenta el Catecismo: “Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza, es imposible para el hombre. Pero todo es posible para Dios”. (nº 2841).

Podemos, cuando nos cuesta perdonar, ofrecer nuestro perdón imperfecto, o aunque sólo sea un atisbo de perdón (por ejemplo el deseo de que se arrepienta el ofensor del mal que ha obrado), al mismo Dios para que Él lo perfeccione y purifique y remedie así nuestra incapacidad de perdón.

En la parábola del siervo sin entrañas que tras ser perdonado por su señor de mucho, no perdona lo poco a otro que le debe, y es castigado por su señor, leemos: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano” (Cf. Mt 18, 23-35) (Nº 2843, Catecismo) “La misericordia divina está pronta a perdonar nuestros pecados, pero lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido” (Catecismo, nº 2840)

El Espíritu Santo transformará, si lo acogemos, nuestro corazón para que amemos incluso a nuestros enemigos, al menos deseando su arrepentimiento y salvación: La muerte nos hermana a todos. Algunos difuntos nos ofendieron, pero deseémosles que se salven del fuego eterno, aunque alguno apostille, como decía graciosamente un amigo, que les desea un buen purgatorio.

La Virgen María, en Medjugorje nos enseña un camino de amor y de perdón; dijo el 25 de enero de 1996: “El fruto de la paz es el amor y el fruto del amor, el perdón (…) Os invito a todos (…) para que el primer paso que deis sea perdonar a los de vuestra propia familia. De esta manera tendréis la capacidad de perdonar a los demás…”

Y concluyamos con una observación sobre el perdón a uno mismo: A veces no nos perdonamos a nosotros mismos y ello pone límites a nuestra capacidad de perdonar a los demás. Mas si Dios nos ha perdonado, bien podemos perdonarnos, proponiendo firmemente no pecar más. Y si nos perdonamos a nosotros mismos prevalidos de que Dios nos perdona, podremos perdonar a los demás, puesto que el Señor está deseando que se arrepientan para perdonarlos, “no quiero Yo la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva” (Ez 33, 11).

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2 Comentarios. Dejar nuevo

  • Irreprochable texto sobre el perdón de Dios y el perdón a nosotros mismos y a los demás.
    Salvo por una circunstancia no menor:
    Que está escrito o al menos publicado escasas horas después de que el gobierno central español haya indultado (perdonado) a los nueve políticos presos catalanes. Nos enseñaron desde pequeños que los actos tienen consecuencias y hoy no calibramos suficientemente las que acaso sobrevengan tras este “perdón” o gracia que de momento supone un bofetón descomunal a la historia de España y a cada uno de los españoles antepasados y presentes de bien. Esta paloma mensajera no porta paz porque no la hay en quien la envía —“todo lo que toca, lo pudre”, escribía hace unos meses un colaborador de la prensa diaria—; mucho menos la hay en quien es su principal destinatario que, nada más llegar, por si acaso, la pisotea. Mal padre y mala madre son aquellos que siempre acaban concediendo lo que pide al hijo que llora, patalea, amenaza, se pone violento, insulta y acaba encontrando sus “razones” y las expone como si tal cosa, mientras sus hermanos asisten estupefactos a semejante sinsentido cotidiano.
    Ningún católico en su sano juicio, ningún cristiano formado y coherente con el Evangelio ni con el magisterio de la Iglesia, aceptaría el perdón al hijo pródigo en la siguiente tesitura:

    «Padre, te agradezco que hayas salido al camino tantos días esperanzado en mi vuelta, que ahora me recibas con los brazos abiertos, que me perdones con sinceridad de corazón mandando que me vistan con el mejor traje y que celebres expansivamente mi regreso con un banquete por todo lo alto. Sin embargo has de saber que mi volver solo es el envoltorio de un falso consuelo y que en cuanto acaben estos fastos en honor de este tu hijo que ilusamente crees recuperado, tendremos que sentarnos a dialogar sobre cómo me irás entregando todo: no solo lo que quizá me pertenezca aún por herencia (la que me diste al marchar, ¿era de veras la parte que me correspondía?) sino todo lo demás, porque al fin y al cabo tú ya eres muy viejo; y, en cuanto a mi hermano, convendrás conmigo en que ha estado toda la vida aquí aprovechándose de tu heredad, sin arriesgar un cabello, y en que justo es que tal situación tan arbitraria como harto prolongada se corrija de una vez por todas con objeto de que nuestro conflicto halle un debido final armonioso, concorde con la mirada misericordiosa de Dios y que no obstaculice ya nunca más nuestro anhelado reencuentro —exento de márgenes propicios a venganzas legales— en un abrazo que por supuesto nuestro Padre celestial bendecirá. No puedo ni debo terminar mis palabras sin evocar a mi madre, que si viviera, por la vida de sincera piedad que la caracterizaba, estaría muy de acuerdo conmigo. Un padre y una madre jamás deben interponerse en el camino de recobrar a un hijo perdido.»

    Cuánta razón hay en Juan Messerschmidt al afirmar en un comentario al artículo de Josep Miró i Ardèvol (Forum Libertas, 11.06.2021) que “el mayor obstáculo para lograr una presencia del cristianismo en la vida social y, en consecuencia, en la existencia de los individuos, es la propia fragmentación de la Iglesia”. No hace falta mirar a Estados Unidos, Alemania o China. El conjunto de obispos de las diócesis catalanas, desde 1981, calló siempre ante algo tan grave como la marcha de Cataluña de docenas de miles de personas silenciadas, amenazadas, acosadas, hostigadas o ninguneadas por el nacionalismo –hoy mayormente separatismo–, ha callado hace bien poco ante el “escenario” en la iglesia de Sant Joan de Berga con ocasión de la presentación de un libro de un político tan conocido como Joaquim Torra y en cambio ha hablado hace una semana en una nota favorable a los indultos para los presos del “procés”, como si fueran hijos pródigos que volvieran a casa del padre diciendo “he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco…”. Recogí en torno al 1-O de 2017 unos doce testimonios de obispos españoles disgustados y contrarios sin ambages a la barbarie que sucedía en Cataluña mientras el grupo de obispos de las diócesis catalanas daba comunicados inanes y tibios. ¿Por qué? Porque todos tenemos derecho a sentir miedo y la mecánica del miedo en sociedades adormecidas-clientelares resulta muy eficaz.

    Jesús, Dios encarnado, detestaba la desunión (empezando por el divorcio: “no era así al principio”), la división, las discordias así como el desoír, ignorar, desatender frecuentemente la ley civil (“Dad al César…) con el argumento subjetivo o sentimental o casi pueril de que es “injusta”.

    Finalmente, quiero anotar que la bondad y necesidad del perdón no debiera entrar en colisión con la bondad y necesidad de la legítima defensa que algunas veces se hace necesaria. Perdonaré, claro, a mi hermano e intentaré con buenas palabras llegar a acuerdos razonables si entramos en un conflicto por una herencia, pero no por ello dejaré de luchar por lo justo si además concurre algo importante como precariedad laboral, familia numerosa. Perdonaré, claro, a mis vecinos o compatriotas que actúan a espaldas o lejos de Dios, a los políticos y a las personas que ejercen poder a veces con error y con daño: trataré de expresarles mi parecer, no les desearé nada malo y además rezaré por la conversión de su alma; pero ello no quitará que intente defenderme a mí mismo, a mis seres queridos, a mis amigos, a mi pueblo, a mi patria al presenciar que desde hace décadas políticos, sindicatos y asociaciones varias no hacen más que promover y apoyar y votar leyes anticristianas que conducen sin remisión al desastre, a la división entre familias y entre grupos sociales y laborales, al desmoronamiento de las personas, al troceamiento absurdo de un país, etc. Primero, sanar interiormente mediante el dolor de corazón, el arrepentimiento y la firme resolución de cerrar resquicios al diablo; luego la alegría inmensa de la oveja descarriada recobrada para Dios y para la Iglesia: en esa gran alegría está el perdón, justo como vimos en el padre del hijo pródigo.

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  • Juan Messerschmidt
    25 junio, 2021 20:35

    El perdón no excluye el castigo y viceversa. Me gusta muchísimo esa idea de desear al pecador un buen purgatorio. Por una parte, por el humor que expresa. Por otra, porque la corrección y el castigo no impiden, de ningún modo, ni el perdón ni el amor. Se puede y debe castigar sin odio, con una misericordia que, sin dejar de ser sincera, no atenúa el justo rigor. Jesús no dudó en expulsar del templo a los mercaderes. A quienes más benefició fue a ellos mismos, pues de este modo les puso claramente de manifiesto que estaban cometiendo un sacrilegio y les abrió el camino del arrepentimiento, de la liberación del pecado y de la reconciliación con Dios.
    Con respecto al muy justo comentario de Javier, en el actual momento político, sabemos bien que el «perdón» no es tal, que quien «perdona» castigaría duramente con la misma ligereza si ello le reportara una ventaja. También sabemos que los perdonados no muestran ni sombra de arrepentimiento y que el perdón, por el contrario, los envalentona y, de hecho, los engaña, pues les hace creer que sus delitos no eran tales, sino actos heroicos. Es decir, les hace un gran daño espiritual. Pero por otra parte, es un pésimo ejemplo para todos, pues muestra que el «perdón» puede comprarse a cambio de vergonzosos favores políticos. Este comerciar con votos e indultos produce un desgaste inmenso a las instituciones, desmoraliza, alienta a la corrupción, el fraude y el delito, pone en peligro la paz y se burla de la justcia, tanto en el sentido institucional como filosófico de este término. Y mientras empresarios y sindicalistas, ciegos e impúdicos, festejan este desastre, no puedo dejar de recordar que, mientras salían libres y desafiantes los delincuentes indultados, la presidenta del parlamento catalán destituía a los dos más altos letrados de la cámara por oponerse a resoluciones ilegales y por defender la Constitución en momentos críticos, cumpliendo con su deber y con las leyes. Para cualquier ciudadano decente, y más aún para un cristiano, tanta ignominia sólo puede provocar escándalo, repugnancia y dolor.

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