“El corazón tiene razones que la razón desconoce”, reza el proverbio. ¡Y tiene tanta razón como razones! ¿No te has dado nunca cuenta, amigo, de que todos tenemos razones que no llegamos a entender, pero que sentimos efervescer en el fondo del alma? Esa es la razón que aspira a provocar en ti y en mí el proverbio aducido: por ahí se anda el guiso. Porque ciertamente, no da razón ya que es una sentencia, pero razón la tiene, y con o sin su mediación pretende despertar tu razón… o tus razones, ¿me coges?
¡Adelante, hermano, que son cuatro días, y los tenemos contados! Procura, aunque no lo entiendas todo, encontrar en todo la razón de ser… aunque a veces no sabrás cómo es que lo razonas, porque será más una intuición fugaz que el fruto de tus largas horas de insomnio rumiando y rumiando sobre la cuestión.
En esa línea, debemos ir con cuidado, porque por experiencia sabemos que esas intuiciones hay que pasarlas por el tamiz de la razón para calibrarlas y valorarlas en lo que valen y cuestan. Pues no todas las intuiciones -femeninas o masculinas, que también las hay- valen lo que cuestan, como consecuencia de su origen tantas veces inconsciente. Las buenas despiertan en nosotros alegatos y proclamas, nos guían por senderos que a menudo son por nosotros desconocidos y hasta por cañadas oscuras, cuestan mucho a la hora de pulirlas y encajarlas en el contexto, pero finalmente, si Dios quiere, llegamos a un punto en que salimos de nosotros mismos y sentimos y vemos y palpamos la luz que tanto añorábamos. Y eso es lo que valen. Nos dan fuerza y coraje para seguir en pos de la luz, que nos guía con el impulso de la propia intuición y la intensidad de la esperanza, encendidas en y por la fe.
Llegados ya, pues, a este punto, advertimos que cuando tienes un “porqué” para defender tu “que”, siempre llegas a dar –por más que el tiempo pase y dificultades las haya- con el “cómo”, el “dónde”, el “cuándo” y hasta el “quién” o “con quien”… incluso con una demostración clara y determinante del “para qué”. No es harina de otro costal, aunque te lo parezca: es simplemente –ni más ni menos-, la voz de Dios la que te enciende el alma, el cuerpo y tu circunstancia, ¡todo! Entonces lo ves claro. Es Él y solo Él quien te ha estado llamando desde antes de salir del vientre de tu madre -desde que te creó-, he ahí su valor y el valor de la vida.
Y eso es lo que las distingue de las malas: el que en sí mismas no, pero sí por iluminación divina, cobran vida y dan la vida. Por este motivo cabría que nos preguntáramos si no sería mejor promoverlas, incentivarlas con un carnet social, pues no es solo que ellas también tengan derecho a la vida; es que son la vida, y algunas hasta merecen que por ellas demos la vida. Y más tendremos que darla como nos imponga la cultura de la muerte, cada uno a razón de su razón y sus razones. “Todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de condena” (Jn 5,28-29). Porque sí, hermano: todos vamos a la muerte, venga de donde venga. ¡El después nos lo habremos ganado!
No todas las intuiciones -femeninas o masculinas, que también las hay- valen lo que cuestan, como consecuencia de su origen tantas veces inconsciente Share on X
1 Comentario. Dejar nuevo
Un artículo muy acertado. Me trae al recuerdo una famosa frase de Saint-Exupéry: «On ne voit bien qu’avec le coeur. L’essentiel est invisible pour les yeux» (No se ve bien si no es con el corazón. Lo esencial es invisible para los ojos).