Probablemente, entre los muchos términos hoy en día distorsionados u olvidados debemos rescatar imperiosamente el de la admiración. Sin querer analizar la deformación sufrida en éste en nuestros días –deformación que ha degenerado en falsas admiraciones idolátricas o ególatras- pretende esta lacónica disertación erigir de nuevo un concepto consustancial al hombre, adormecido en lo más profundo de nuestros corazones y deseoso de ser despertado para que el alma vuelva nuevamente a gozar como hizo en nuestro génesis.
La admiración es la disposición de nuestro corazón por la cual éste, tras la observación y contemplación, se regocija y asombra ante lo bello, bondadoso y verdadero. Dicha actitud del corazón es profundamente desprendida pues el deleite surge del ser contemplado y no pretende nuestro corazón otra cosa más que recrearse ante los valores supremos presenciados. La verdadera admiración no es aquella inoculadora del deseo de apropiación y dominio de lo contemplado sino aquella que consigue alcanzar al corazón la plenitud en la mera presencia de lo bello, bondadoso y verdadero. Será en ciertos casos tal el estímulo de la admiración que llevará al hombre al deseo de imitación.
Ahora bien, no todo deseo de imitación será bueno ni emanará de una justa admiración, pues éste puede encontrarse enviciado. Sólo será recto el deseo de imitación que busque lo bueno a sabiendas de que sólo será alcanzado en plena comunión con la fuente de la vida que exprese lo bueno, bello y verdadero en su máximo esplendor; mientras que el deseo de imitación tendente a la apropiación de los valores supremos nace de una admiración corrompida por la egolatría que puede sacudir nuestros corazones.
Esta perversión del corazón encuentra su origen en el pecado, siendo Adán y Eva claro ejemplo de una admiración corrompida, donde sus deseos de imitar olvidan el gozo pleno que sienten sus corazones en el deleite de su caminar por el jardín de Edén en beneficio de un ansia viva de endiosamiento que los lleva a querer apropiarse de la Divinidad mediante la ingesta del fruto del árbol del conocimiento del bien y el mal. “Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gn. 1, 31) y el hombre vio que lo creado por el Hacedor era muy bueno, y se regocijó en su admiración. La belleza y bondad de lo creado apelaban al corazón del hombre y le evocaban la infinitud de la Divinidad. Era tal la fruición del hombre y de la mujer que sólo admiraban y contemplaban, cabiendo sólo en sus corazones el recto deseo de comunión con el Creador pues “los dos estaban desnudos, pero no sentían vergüenza uno de otro” (Gn. 2, 25).
No obstante, fue el deseo de apropiación de los atributos de Dios lo que inoculó en el corazón admirador la corrupción, ya que comiendo del fruto aseguró la serpiente que “se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal” (Gn. 3, 5). Esa autocomplacencia en la egolatría, y no el regocijo de la inmaculada admiración, llevó a Adán y Eva a “descubrir que estaban desnudos” (Gn. 3, 7). Ya no observaban, contemplaban y admiraban, sino que se avergonzaban de su propio deseo y ambición, teniendo que cubrir sus genitales ante el oprobio que les supuso su afán apropiador.
Por ello, es únicamente el corazón límpido el que nos dirigirá hacia la observación y contemplación, catapultando nuestra alma a la fervorosa admiración de Aquello que, evocado por lo bello, lo bueno y lo verdadero, interpela a nuestro corazón para que volvamos a deleitarnos paseando ante su presencia en el jardín de Edén.
La admiración es la disposición de nuestro corazón por la cual éste, tras la observación y contemplación, se regocija y asombra ante lo bello, bondadoso y verdadero Share on X