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Manicomio de verdades, una provocación para superar el fracasado proyecto moderno

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El último libro de Rémi Brague, Manicomio de verdades, no rehúye la provocación, un arte que emparenta al pensador francés con ese bondadoso provocador que siempre fue Chesterton y del que extrae la idea que da título al libro: aquello de que el mundo moderno está lleno de viejas virtudes (o mejor verdades, argumenta Brague) cristianas que se volvieron locas. Su subtítulo insiste aún más en esta veta: “Remedios medievales para la era moderna”. Algunos igual se asustan y huyen despavoridos ante el fantasma de un Berdiaev redivivo. Harán mal, porque el libro de Brague es una delicia que merece ser leído con calma y meditado.

Es cierto que el autor no se anda con chiquitas y nos pone ante la evidencia de un mundo, el nuestro, esencialmente desorientado. “El mundo moderno es básicamente un parásito que aprovecha las ideas premodernas… El mundo moderno no deja ileso el capital del que vive, sino que lo corrompe”, escribe en las primeras páginas. Y aporta ejemplos, irrebatibles: el mundo moderno no engendra hijos pero espera que la cigüeña nos traiga nietos que paguen nuestras pensiones; nos encanta azotar a nuestros antepasados por sus supuestos crímenes mientras nosotros nos vamos de rositas de los nuestros. Y casi mejor así, porque si hay algo de lo que carece el mundo moderno es de la capacidad para perdonar, que ni siquiera se atisba en la lejanía.

La modernidad nos ha llevado a un callejón sin salida cuyos síntomas son cada vez más evidentes y que puede sintetizarse con esta crucial cuestión: “la cosmovisión moderna no puede proporcionarnos una explicación racional de por qué es bueno que haya seres humanos que disfruten de las cosas buenas” que brinda. Lo que propone Brague está muy claro: “liberar a las verdades de la camisa de fuerza, sacarlas del manicomio y devolverles su cordura y dignidad, una dignidad de naturaleza premoderna, es decir, arraigada en la cosmovisión antigua y medieval”.

Tranquilos, Rémi Brague no aboga por regresar, por ejemplo, a la medicina medieval, sino por recuperar ideas premodernas, ideas despreciadas por la modernidad y que ahora constatamos que son necesarias “si es que la humanidad ilustrada quiere resistir la tentación de suicidarse y sobrevivir a largo plazo”. No son ideas retrógradas, sino verdades, ideas básicas cuya forma premoderna puede, en palabras del autor, “resultar más estable que su perversión moderna y, por tanto, más cargada de futuro, más capaz de alimentar nuestra esperanza”.

A partir de este planteamiento Rémi Brague despliega todo su saber de un modo especialmente atractivo y sugerente. Como decíamos antes, no rehúye el hablar claro, como cuando habla abiertamente del fracaso del proyecto moderno y añade que “ya era hora de que tuviéramos las agallas de admitir este fracaso”. Pero no estamos ante un panfleto ni ante un desahogo, sino ante la argumentación, sosegada y erudita, de alguien que ha leído mucho, que ha reflexionado mucho y que es capaz de saltar de la síntesis al detalle con una comodidad poco habitual. Su metodología suele fijarse en las palabras, en los conceptos, en su historia y etimología, para analizar en profundidad, con precisión y múltiples referencias, y así ir construyendo sobre bases sólidas y desembocar en conclusiones difícilmente atacables. Este método hace que, en ciertos momentos, pueda parecer que el autor se detiene en demasía en divagaciones… hasta que nos damos cuenta de que ese excursus tenía sentido y no es para nada gratuito. Y siempre, con una mirada de largo alcance, que entiende que ni el hombre ni el mundo aparecieron ayer.

El libro, tras la exposición inicial de intenciones, va repasando una a una aquellas ideas que han enloquecido en nuestro mundo moderno. Por ejemplo, frente a la idea de proyecto, piedra angular de la modernidad, y que es su propio contenido, Rémi Brague propone la tarea, algo que se nos encomienda y de lo que nos debemos responsabilizar. A continuación mete el bisturí al ateísmo, proponiendo también una tesis que a más de uno sorprenderá (e incluso escandalizará): “el ateísmo está agotado y está condenado a desaparecer”, entre otras cosas porque es incapaz de responder a la pregunta de si es bueno que existamos. Como Patrick Deneen argumentaba respecto del liberalismo, Brague sostiene que el fracaso del ateísmo es una consecuencia directa de su éxito: emancipado el hombre de Dios, supuestamente capaces de proporcionarnos nuestras propias leyes, nos hemos mostrado incapaces de explicar por qué vale la pena que existamos. El hombre no puede darse un sentido a sí mismo, y así nos encaminamos a la autodestrucción, por lo que “la pregunta ya no es si podemos prescindir de Dios, sino con qué clase de Dios tendremos que vivir si queremos que la humanidad siga viviendo”.

Brague continúa analizando toda una serie de verdades que solo citaré someramente para no abusar de su paciencia. El Bien, que le lleva a sostener que solo podemos tolerar no habernos creado a nosotros mismos si procedemos de un principio totalmente bueno. La Naturaleza, en la que el hombre moderno “es al mismo tiempo un náufrago y un advenedizo” y respecto de la cual hay que volver a experimentarla como creación. La Libertad, que debemos redescubrir como libre acceso al Bien y, en consecuencia, “es el desarrollo de lo que somos real y esencialmente”. La Cultura, que implica la alabanza de lo bueno y por lo que, en consecuencia, “puede haber cultura si y solo si estamos convencidos de que, a pesar de algún mal que ande desbocado, el ser es intrínsecamente bueno”. Los Valores, problemáticos, y las necesarias Virtudes y Mandamientos (que por cierto, no son los caprichos de un tirano, sino el desarrollo del mandamiento básico: ¡Sé lo que eres!). La Familia, acosada por el Estado y el mercado pero única capaz de “crear” seres humanos. La Civilización, que debemos recuperar en lo que es: conversación civil, también con los muertos (con los que por cierto, y a pesar de todos sus errores, debemos sentirnos agradecidos).

Ya ven que el libro de Brague nos ofrece mucho sobre lo que pensar y una tarea descomunal pero no por ello menos necesaria. No busquen aquí fórmulas simplificadoras, algo que por otro lado es muy moderno y nada medieval, sino la reflexión seria y profunda sobre una serie de ideas en cuya correcta comprensión nos jugamos nuestro futuro.

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