¿Se pueden abrazar estos términos – utopía y realismo – que parecen más bien oponerse?
Si damos pasos concretos, modestos, y lo imposible se lo dejamos a Dios, haremos posible lo imposible: “Buscad el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura” (como escribía luminosamente el joven mártir, beato John Roig Diggle).
Y no recuerdo dónde leí que el reinado de Jesús en la Eucaristía tendrá la virtud de cambiar la vida, la sociedad e incluso las estructuras (de pecado, opresoras). Y ¿Qué suena más utópico que esa unión de piedad y justicia social?
¿Acaso no suena a utópico el propio Evangelio? Y, con todo, es el realismo más sublime.
Pues bien, algunos piensan que la encíclica que comentamos sería una bienintencionada utopía.
Mas el Papa recoge las objeciones más frecuentes sobre el tema de la emigración:
Así en el nº 40 llama a Europa a “(…) encontrar un justo equilibrio entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos, por una parte, y, por otra, el de garantizar la asistencia y la acogida de los emigrantes”. No se trata, pues, de quitar el pan a los hijos para darlo a los de fuera, sino que ha de darse un sano equilibrio entre la atención a los necesitados de nuestro país y las necesidades de los inmigrantes.
Por otro lado, en el viaje de regreso de Suecia, hace ya un tiempo, el Papa señaló que no se debía admitir más migrantes de los que fuera posible integrar. Añadamos que sería hipócrita dejar pasar la frontera a un número tan exorbitante de emigrantes que los condenáramos a vivir como marginados o a ser pasto de las mafias de trata de personas, etc. Y el Papa Francisco no rehúye esta problemática, y leemos en el nº 38: “Lamentablemente, otros son atraídos por la cultura occidental, a veces con expectativas poco realistas que los exponen a grandes desilusiones. Traficantes sin escrúpulos, a menudo vinculados a los cárteles de la droga y de las armas, explotan la situación de debilidad de los inmigrantes, que, a lo largo de su viaje, con demasiada frecuencia, experimentan la violencia, la trata de personas, el abuso sicológico y físico, y sufrimientos indescriptibles”.
Y el Papa llega incluso a defender “el derecho a no emigrar” “a tener las condiciones para permanecer en la propia tierra” (nº 38)
Pero, con realismo, nos dice, nº 129, que “mientras no haya avances en esta línea, nos corresponde respetar el derecho de todo ser humano de encontrar un lugar donde pueda no solamente satisfacer sus necesidades básicas y las de su familia, sino también realizarse íntegramente como persona”. Porque hay hermanos “que escapan a graves crisis humanitarias” (nº 130). Y ya antes, nº 61, citó la Sagrada Escritura: “El migrante residente será para vosotros como el compatriota, lo amarás como a ti mismo, porque vosotros fuisteis migrantes en el país de Egipto” (Lev 19, 33-34). Y recordemos que el mismo Jesús niño tuvo que huir de su patria perseguido a muerte.
Así hemos de aceptar la emigración cuando es una necesidad vital, al tiempo que se desanima una emigración incontrolada que además priva de trabajadores en plenitud de fuerzas a sus países de origen y desmiembra física y cultural y religiosamente a las familias (de todo ello se hace eco el Papa y abunda en los escritos del cardenal Sarah, que es originario de un país africano pobre).
Y con el ejemplo del samaritano nos invita a considerar al “prójimo sin fronteras” (nº 80) y recuerda, nº 61, “no maltratarás ni oprimirás al migrante que reside en tu territorio” (Ex 22, 20), llamándonos a un utopismo evangélico: “¡Qué bonito sería que a medida que descubrimos nuevos planetas lejanos, volviésemos a descubrir las necesidades del hermano o la hermana en órbita alrededor de mí!” (nº 31).
Respecto a la ayuda al desarrollo de los países pobres, extensible a la ayuda a los emigrantes, advierte el Papa que no ha de caer en el colonialismo ideológico o cultural (nº 14, nº 132) (Digamos como ejemplo, el caso de hace ya un tiempo de cómo Suecia quitó la ayuda vital a un país pobre, Nicaragua, porque éste, con valor, se negó a aprobar el aborto).
Y nos invita a ir más allá del egoísmo y practicar la gratuidad, la “capacidad de hacer cosas,.. porque son buenas en sí mismas” (nº 139)
El utopismo positivo es hacer cosas buenas, aunque sean modestas, esperando que den fruto con la bendición de Dios. Y un utopismo negativo sería emplear medios malos para ilusamente obtener fines espléndidos, trampa en que la humanidad cae de tanto en tanto. Pero de semillas de cardo nacen plantas espinosas, y de la buena semilla cabe esperar cosechas de buenos frutos. Así la utopía positiva es al tiempo el mejor realismo.
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