En el habla común, un converso es alguien que no tenía religión y un día la tiene. Dice: “Ayer no estaba enamorado. Hoy sí.” Hay conversos súbitos y graduales, porque este enamoramiento germina en una región abajo y afuera de la conciencia, hasta que florece, a veces sin previo aviso, a veces anunciado por golondrinas, como el verano.
Como pasa con los enamorados, un ser externo tomó posesión de la interioridad de los conversos. Algunos ven luces o escuchan voces, casi todos sienten esperanza, gozo, valor, emociones de enamorado. La conversión abre las puertas de la percepción. La monotonía del mundo moderno tiene salida. Los conversos encuentran esa puerta.
San Agustín de Hipona, un norafricano latinizado del s. IV, quizá escribió la primera autobiografía de un converso: las Confesiones. Al leer las Confesiones, queda claro que la conversión de san Agustín no fue de improviso. Fue un camino largo y sinuoso hacia un Dios a quien le podía rezar, porque podía esperarlo tocar.
En las Confesiones, los queveres de san Agustín con Dios cargan con el peso emocional de dos almas que se dan batalla cuerpo a cuerpo. Dios cambia de estado de ánimo. Tiene lados desconocidos. Tiene sombra que le da bulto. Agustín también cambia. Empieza por ser siervo, luego es hijo, luego es enamorado. Se le hace agua la boca de amor.
Aunque el libro también habla de dulzura que da vértigo, tal vez lo más notable sea que la conversión sucede paulatinamente en la vida ordinaria. Agustín sigue siendo el mismo. No es que de pronto le salió un tercer ojo en medio de la frente. El proceso de conversión, más que pirotecnia emocional, es un quinqué, un horno para hacer pan, la estufa donde hierve el puchero. Es milagroso. Pero tal vez su mayor milagro está en que sucede con naturalidad.
San Agustín escribió las Confesiones hace mil quinientos años, cuando las pirámides de Teotihuacán, que parecen tener la edad de los cerros, no existían todavía, y cuando el pueblo que las levantó bullía en plazas y mercados, templos y panteones que se convirtieron en un pueblo fantasma. Después de las Confesiones, san Agustín, sentado en una silla frente a una mesa en una casa de una ciudad de África que hoy es arena, escribió La ciudad de Dios.
En ese libro, San Agustín no escribía nada más de la Roma poderosa de su tiempo o de la extinta Babilonia. Escribía también de la civilización del siglo XXI. El obispo africano de una diócesis que hoy se escurre entre los dedos, sentado en una silla que en ese entonces parecía muy sólida, vio nuestro mundo en su ensueño de escritor: vio la lucha entre la carne y el espíritu.
Para percibir la actualidad de las palabras de san Agustín, hay que saber qué quiere decir vivir “de acuerdo a la carne”. Ser de la carne es la manera en que san Agustín expresa una idea: las criaturas humanas que han decidido vivir de acuerdo a sus propios designios. Y así viviendo, “los hombres pierden el destino que tenían preparado, ser dioses, y se hacen a sí mismos como el demonio: mentirosos, iracundos, celosos y peleoneros”.
Lo que san Agustín quiso expresar mediante las dos ciudades enfrentadas no es simplificación maniquea ni maniqueísmo simplista. “Carne” se refiere también a los pecados espirituales. Se refiere a la naturaleza humana, lastimada por el pecado. “Ser de la carne” significa que necesitamos conversión: vivir como enamorados.