Recientemente se han publicado dos noticias con cierto impacto, muy diferentes entre sí en cuanto al fondo, coincidentes en tiempo y forma. De un lado, con motivo del Día de la Iglesia diocesana, tanto la Conferencia Episcopal española como las diferentes diócesis de nuestro país han hecho públicas, un año más, las cuentas del ejercicio anterior, justificando al detalle tanto de dónde proceden los ingresos como en qué se gastan o invierten los recursos económicos de los que disponen. No se trata simplemente de rendir cuentas ante los fieles y, en general, ante la sociedad, en relación con la finalidad de los fondos que éstos aportan; constituye, ante todo, un ejercicio de verdadera transparencia.
De otro lado, se ha hecho público el Informe McCarrick, un documento de casi quinientas páginas que recoge los resultados del proceso de investigación abierto contra un excardenal que, además, fue Arzobispo de Washington, Theorodore McCarrick, en el que queda acreditado que cometió abusos sexuales contra menores y adultos prevaliéndose de su poder. No sólo se ha dado a conocer el resultado final del mismo, sino también el conjunto de testimonios e informes que permiten llegar a tal conclusión. Es un claro ejemplo de lucha contra la corrupción en el interior de la Iglesia. Se ha reconocido un error –muy grave– en el funcionamiento de los procedimientos de designación de Obispos y Cardenales, se ha hecho pública toda la verdad sobre el mismo y se ha reforzado el compromiso por evitar que se repita en el futuro.
Ambas noticias tienen un doble elemento en común: la actuación llevada a cabo implica abrir de par en par las puertas del interior de la Iglesia –en lo bueno y en lo malo–, yendo más allá de lo legalmente exigible; y, junto con ello, se ofrece la verdad –sea positiva o negativa– a todos. Las dos constituyen un ejemplo sincero de transparencia que, lejos de las prácticas habituales a las que nos tienen acostumbrados nuestras instituciones públicas, con operaciones de maquillaje e instrumentalización de los deberes de publicidad de la información por razones de puro marketing, buscan transformarla en una “casa de cristal”, en una organización traslúcida.
Ciertamente, para los creyentes, la Iglesia es algo más que una institución: es la comunidad de discípulos fundada por Jesucristo para la salvación de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. Sin embargo, está configurada como organización al servicio de los fines que la justifican –la evangelización y la Caridad–. Y, como tal, ha de cumplir con las obligaciones que marca la normativa, tanto civil como canónica. Ahora bien, no es una institución cualquiera; cumple un papel fundamental en la sociedad cuya trascendencia es innegable. Desde una perspectiva positiva, la acción caritativo-social de la Iglesia posee un alto impacto en la realidad comunitaria, tanto por el número de personas que se benefician de ella cuanto por los sectores en los que está presente; desde una perspectiva negativa, dado el importante papel que desempeñan los pastores en la atención espiritual de los fieles, la comisión de delitos y la incursión en casos de corrupción –moral, en esta ocasión– debilita su imagen y daña gravemente la esencia de su función, afectando a la consecución de los fines que la justifican.
Con ejercicios de transparencia como los reseñados, la Iglesia actúa con diligencia, dando a conocer lo que hace, con independencia de que sea positivo o negativo para ella, fomenta su credibilidad ante los destinatarios de sus acciones y se dota de legitimidad ante la sociedad. A nivel interno, no es suficiente: expiar los pecados exige algo más que transparencia. Pero es un paso imprescindible.
Con ejercicios de transparencia la Iglesia actúa con diligencia, dando a conocer lo que hace, con independencia de que sea positivo o negativo para ella Share on X