El terrorismo que nos golpea es una guerra, una guerra del débil contra el fuerte, pero no menos cruel. Los débiles toman la delantera rompiendo todas las reglas. Tienen como objetivo a civiles inocentes y se suicidan matando. Esta guerra hace estragos. Los ataques frustrados son legión (no se les da suficiente reconocimiento a nuestros eficientes servicios). Los ataques que tienen éxito son aterradores, ése es su propósito. Los gobiernos hacen discursos para decir que es intolerable, pero lo toleran muy bien. Los discursos sobre lo inaceptable y lo intolerable, en todos los temas, parecen reemplazar las acciones en la visión del gobierno. En lugar de discursos necesitamos verdaderas respuestas políticas: hoy se entra en Francia como quien entra en su casa. Respuestas penales. Respuestas educativas: los docentes no disponen de suficientes medios disciplinarios para enfrentarse a los jóvenes musulmanes fanáticos.
Mientras tanto, debatimos sobre la pregunta del por qué, una pregunta recurrente desde el 11 de septiembre de 2001: ¿por qué nos odian? Sin embargo, en estos 20 años hemos avanzado en esta cuestión, que se está demostrando ideológica. Nos enfrentamos a gente que atacan nuestra libertad… nuestra libertad de pensar, de hablar, de cuestionar. Y como eso es lo que más valoramos, llegan a nuestros corazones.
De ahí la voluntad, tras cada ataque, de querer demostrar con ardor lo que nos importa, aquello por lo que somos blanco de esos ataques: la libertad. Hoy vemos caricaturas de Mahoma floreciendo en las paradas de autobús, en los frontispicios de los ayuntamientos o en panfletos esparcidos por todas partes. Hay valentía en estos comportamientos, una voluntad de no bajar la bandera, como aquellos creyentes del pasado que, ante las amenazas, enarbolaban su cruz aún más alto.
La libertad supone la responsabilidad. Nuestra libertad es un derecho, evidentemente; está inscrito en nuestra doctrina, en nuestros genes, en nuestros principios fundadores, y los bárbaros, por muy horribles que sean sus intenciones, no nos cambiarán. Pero es un derecho armado; de discernimiento, de moderación, en resumen, de responsabilidad. La libertad de expresión no consiste en decir en voz alta lo que nos apetezca, insistiendo en lo que molesta a nuestro interlocutor. Hay algo pueril en la divulgación de las caricaturas de Mahoma, una especie de júbilo autosatisfecho, lo que resulta un mal negocio.
¡Por supuesto que tenemos derecho! ¿La ley lo permite todo? ¿No entran en juego también la moral, el civismo, la delicadeza ante lo que es sagrado para los demás? Me gustaría añadir también la elegancia y la estética: la vulgaridad, de profundidad abisal, divierte ciertamente a los adolescentes, pero que toda una corriente de pensamiento se divierta con ella dice mucho de su infantilismo. Lo esencial reside en otro lugar: nuestro derecho a la libertad no significa que podamos y debamos hacer cualquier cosa, sino que nos corresponde a nosotros fijar los límites de nuestra libertad. En este caso, uno se pregunta si lo que es sagrado para los demás no podría ser preservado de nuestras burlas.
Si lo sagrado no está protegido por la ley, es que debe serlo por nuestro respeto.
No se trata, por supuesto, de conceder a los musulmanes de este país ningún tipo de ley antiblasfemia. No se trata de la ley, sino del modo de comportarse. La ley proviene ciertamente de la ética común, pero se impone desde arriba y se sanciona su no aplicación. Es rígida y sus contornos son claros. Mientras que nuestros modos de comportarnos provienen de la costumbre común y de la conciencia personal, y no son sancionados más que con la vergüenza. Son fluidos, objetos de interrogación y proceden de la sabiduría práctica.
Es un error de los modernos imaginar que sólo existe la ley. Son, mucho más, nuestras costumbres las que tejen la vida social. Por eso nuestro derecho a blandir caricaturas no es la única respuesta.
Es muy sorprendente que en un mundo en el que la gente está constantemente defendiendo las diferencias y alabando sus beneficios, no seamos capaces de respetar las creencias religiosas. En resumen: ¡vivan las diferencias mientras sean las nuestras! Lo elijamos o no, vivimos y viviremos cada vez más en un mundo multicultural, habitado por creencias muy diferentes. Ya no imaginamos que vayamos a convertir todas las culturas a la democracia liberal laica, como lo creíamos hace cincuenta años. Tendremos que coexistir en este planeta con culturas con religiones fuertes que aún son inaccesibles a nuestra idea de tolerancia. Es bastante ridículo por nuestra parte que las provoquemos con blasfemias bajo el pretexto de que «tenemos derecho a ello«.
Sí, tenemos un derecho imprescriptible, jurídico, moral, de principio. Pero hay algo más elevado que la ley: el respeto de los demás, incluso en sus diferencias más difíciles de entender. Lo sagrado se encuentra en todas las culturas. Y es prodigiosamente poco delicado y obsceno atacar lo que los demás consideran sagrado. Imaginamos que la Ilustración nos ha librado de lo sagrado, pero no es así, porque es un rasgo muy humano. Nosotros también tenemos nuestras credulidades, nuestros dogmas, nuestros profetas e incluso nuestro fanatismo. Resistiremos al terrorismo islamista a través de leyes de inmigración, a través de los servicios de policía y justicia, a través de la educación, pero seguramente no a través del usus y abusus del derecho a la blasfemia. Burlarse desplegando caricaturas por todas partes, como hacemos ahora, sólo sirve para complacernos empeorando las cosas, en otras palabras, indignando a una población musulmana no terrorista pero sí creyente. No se trata de autocensura por cobardía, sino de restricción por delicadeza.
La extensión y creciente ascendiente de los derechos en el último medio siglo, como reacción lógica a las experiencias totalitarias, nos ha llevado a creer que todo es derecho. ¡Como tengo derecho a ello! El reinado de la ley y de los derechos ha arrinconado en una miserable esquina a la conciencia personal, esa instancia moral que resuelve caso por caso a partir de la decencia común; que tiene más en cuenta la ética que la ley; que se frena por respeto en lugar de vociferar lo permitido. La conciencia personal es una facultad que no nos es dada al nacer, sino que se desarrolla a través de la educación y la experiencia. Una población de adolescentes carece de ella cruelmente, y este es nuestro caso. Sería por ello muy útil, más allá de nuestros códigos de derechos, comprender que lo que es sagrado para los demás es tan respetable, y tal vez incluso más, que lo que lo es para nosotros mismos.
Publicado en el diario francés Le Figaro
Es muy sorprendente que en un mundo en el que la gente está constantemente defendiendo las diferencias y alabando sus beneficios, no seamos capaces de respetar las creencias religiosas Share on X