Transcribimos, por su interés, la traducción de la entrevista al filósofo y teólogo, especialista en filosofía medieval árabe y judía, Rémi Brague, publicada en el diario francés Le Figaro
Rémi BRAGUE: Lo mismo que a mucha gente, excepto por supuesto los mentirosos con lágrimas de cocodrilo, aquellos para los que el asesino es un «mártir»: dolor y compasión hacia las víctimas y sus familiares, rabia hacia los asesinos, especialmente hacia los que los manipulan, y aún más hacia los que encuentran excusas, vergüenza ante la cobardía de los discursos marciales que no tienen ningún efecto.
En cualquier caso, no es ninguna sorpresa. Si están presentes las causas, ¿cómo podemos sorprendernos de que produzcan efectos? Entre esas causas se encuentran una inmigración descontrolada, redes sociales y predicadores que incitan al odio. Y ahora jefes de estado extranjeros que se aprovechan de esto para dejar que el descontento de sus ciudadanos se proyecte hacia blancos sin riesgo para ellos.
El ataque perpetrado en una iglesia recuerda al de Saint-Étienne-du-Rouvray. Una vez más, ¿Francia es el blanco al ser considerada una nación cristiana?
Por supuesto, ¿cómo no ver lo evidente? Para esta gente, Francia es fundamentalmente una nación cristiana, y no importa que muchos de nosotros rechacen este legado con disgusto. Así como llamamos «musulmanes» a todos aquellos que viven en o provienen de países islámicos, también ellos perciben como «cristianos» a todos aquellos que viven en países cristianos o ex cristianos.
El cristianismo ha sido desde el principio objeto de un odio mezclado con desprecio por parte del Islam. Para éste es una religión superada, que ha traicionado el mensaje de Issa (Jesús), que ha manipulado el Evangelio (en singular) para borrar de él el anuncio de la venida de Mahoma, que asocia dos criaturas, por ejemplo Jesús y María, al Dios único.
En la sociedad musulmana de antaño, el cristianismo, al igual que el judaísmo, era tolerado siempre y cuando fuera en interés del Islam dominante. Los cristianos pagaban un impuesto especial y tenían que someterse a reglas destinadas a humillarlos (Corán, IX, 29) para que entendieran que les convenía cambiar a la religión «verdadera».
Que los musulmanes presentes en la Francia actual se encuentren, objetivamente hablando, en su mayoría, en la parte inferior de la escala social, se experimenta no sólo como algo doloroso (lo cual, en efecto, es así), sino también como una situación contraria a la naturaleza y, en cualquier caso, contraria a la voluntad divina. Para muchos musulmanes, la República es sólo una forma de régimen que no afecta más que a la superficie del país donde está instalada. Francia es el país de los cruzados, el país de los colonizadores. En este sentido, hay varias mentiras históricas en juego: la de un recuerdo permanente de las Cruzadas en el mundo árabe, que las había olvidado hasta el siglo XIX; la de una continuidad entre las Cruzadas y la colonización, cuando sus objetivos eran totalmente diferentes; la de la colusión entre colonizadores y misioneros, cuando los primeros veían a los segundos de modo muy negativo, incluso expulsándolos de vez en cuando.
En este contexto, ¿qué pensar del cierre de las iglesias?
Es revelador que se decida cerrar los lugares de culto, que son en su mayoría iglesias, hasta nuevo aviso. Podemos entender las razones, que tienen que ver con la salud pública. El hecho es que, irónicamente, este cierre temporal está totalmente en línea de lo que los «islamistas» desean a largo plazo. Aunque no se haya tomado esta decisión, claro está, para complacerlos, no podrían haber soñado algo mejor…
Así que no es sólo el secularismo y la libertad de expresión los que plantea un problema, sino también nuestra historia, nuestra cultura, nuestras costumbres. ¿Cree que hay que recuperar la tesis del choque de civilizaciones?
Esas dos vacas sagradas, la laicidad y la libertad de expresión, y con ellas los tan cacareados «valores de la República», son nombres que aparecieron hace mucho tiempo, en los inicios de la Modernidad. Designan algo mucho más antiguo, que hizo posible una separación constitutiva del cristianismo. No entre lo religioso y lo político, como se repite con demasiada frecuencia. Sino más bien la más fundamental y más amplia separación entre lo religioso y las reglas del bien y del mal. Tanto en el cristianismo como en el post-cristianismo, el criterio último del bien y del mal es la conciencia. No importa si se reconoce que es Dios quien habla a través de ella; si Rousseau se tomó o no en serio su «instinto divino, voz inmortal y celeste» no tiene mucha importancia.
La noción de «choque de civilizaciones» ha estado de moda desde el libro de Samuel Huntington, que confieso no haber leído… En cualquier caso, es ambigua. Yo hablaría más bien de un choque entre dos sistemas de normas, e incluso entre dos leyes divinas: una buscada por la razón y la conciencia, creada por Dios, la otra dictada en un Libro, el Corán, y en la conducta de Mahoma, que la recibió sin añadir ni quitar nada.
¿Cómo podemos separar el terrorismo del islamismo y el islamismo del Islam?
Por supuesto, hay que hacer las distinciones necesarias. Pero también debemos recortar siguiendo los puntos preexistentes. El terrorismo es una táctica que no es practicada sólo por los islamistas, ni mucho menos. Recordemos los años 80, la banda Baader en Alemania y las Brigadas Rojas en Italia. Los palestinos que mataron a atletas israelíes en los Juegos de Munich eran ciertamente musulmanes, pero actuaban principalmente por motivos nacionalistas.
El terrorismo ni siquiera es una táctica inteligente. Su carácter espectacular despierta al adversario y puede causar una reacción. Pero el terrorismo puede tener un efecto intimidatorio. Basta con ver la precaución con la que nuestros medios se autocensuran. No es necesaria una ley contra la blasfemia, su prohibición ya está interiorizada. Indirectamente, el terrorismo ayuda a obtener más rápidamente las ventajas para el Islam desean aquellos que las piden amablemente.
Se nos pide que no confundamos el islamismo con el Islam. Jefes de Estado, encabezados por Erdogan, están actualmente promoviendo el odio contra Macron y contra Francia porque éste ha atacado el islamismo. Según ellos, se trata de un ataque al Islam, e incluso contra los musulmanes. Están demostrando así que rechazar la amalgama es una preocupación intelectual y moral que sólo nosotros tenemos, mientras que ellos mismos no dudan en practicarla a gran escala.
El islamismo y el Islam son, en efecto, diferentes, pero percibo aquí una diferencia de grado más que de naturaleza. El islamismo es un Islam apresurado, ruidoso y desordenado; el Islam es un Islamismo paciente, discreto y metódico. El objetivo declarado del Islam, desde el principio, no es la conversión de todo el mundo, sino su conquista – no necesariamente militar. Trata de establecer regímenes en los que esté en vigor alguna forma de ley islámica, de modo que en una segunda etapa sus súbditos tendrán interés, a largo plazo, en convertirse.
Las fuentes del Islam incluyen las declaraciones de Mahoma (Hadith) y su biografía oficial (Sira), más o menos edulcoradas. Pero también hay cosas más saladas, como todo lo necesario para legitimar el uso de la peor violencia. Mahoma sabía perdonar a aquellos que, después de haber luchado contra él, terminaban aceptando su pretensión de ser el «enviado de Dios». Pero hacía asesinar a cualquiera que se atreviera a negarlo o a burlarse de ello, sin importar la edad o el sexo. El Corán dice del Profeta que es «el buen ejemplo» (XXXIII, 21). Junto a muchos musulmanes pacíficos, uno encontrará siempre barbudos en quienes inspirarse.
La verdadera diferencia es entre el Islam en sus diversas formas, por un lado, y los seres humanos de carne y hueso que afirman formar parte de un Islam que conocen más o menos bien, o incluso aquellos a los que se les cuelga la etiqueta de «musulmanes», aunque a algunos no les importaría librarse de ella.
¿Cómo podemos hacer frente a esta continuidad sin amalgamar a los musulmanes que están integrados en la civilización europea?
El problema es, en primer lugar, saber con quién queremos dialogar. La mayoría de las veces imaginamos que tenemos que hacerlo con asociaciones que dicen ser islámicas. Imaginamos que el Islam es una «religión», o un «culto» – ambas nociones se entienden según el modelo de lo que entendemos por estas palabras entre nosotros, es decir, según el modelo del cristianismo. Pero el Islam es ante todo una Ley. Es obligatoria, mientras que las obras de piedad suplementarias, como las propuestas en el misticismo sufí, son opcionales. Es la sharia la que determina el ritmo de la oración, la que especifica las fiestas y los sacrificios. Es musulmán, y no sólo «de cultura musulmana», quien reconoce a esta Ley una autoridad soberana y por lo tanto la obedece.
Las personas que provienen de países islámicos y que llegan a Europa pueden integrarse en el sistema económico, encontrar alojamiento y aprender el idioma del país anfitrión. Y es una obra de misericordia ayudarles a hacerlo. Pero tienen que compartir los principios que gobiernan el país de acogida y aceptar sus reglas. Está muy extendida la ilusión de que se pueden utilizar las ciencias y las tecnologías occidentales sin asimilar el estado espiritual, la «mentalidad» si se quiere, que las han hecho posibles. Del mismo modo, se puede vivir en un país sin compartir su cultura y sus costumbres. En cuyo caso, el famoso «vivir juntos» será de hecho un «vivir al lado del otro».
Para que los «musulmanes» tengan el deseo de integrarse mejor en la civilización europea, un primer paso sería hacer que esta civilización haga que la gente se sienta cómoda. Aquí, la pelota está en nuestro campo. Muchos recién llegados de países islámicos estarían dispuestos a adherirse a las reglas del juego de las sociedades no musulmanas, siempre que respeten una corrección moral, ni musulmana ni cristiana, sin ningún epíteto.
Pero observo que nuestras recientes leyes «societales», incluida sobre todo la ley Taubira [ley de matrimonio entre personas del mismo sexo] con las consecuencias que lógicamente conlleva, repugnan a la mayoría de los musulmanes. Por supuesto, no se trata de hacer que nuestra legislación dependa de lo que quiera cualquier otra instancia que no sea la voluntad del pueblo, que se supone que está representado por el Parlamento. El Parlamento no tiene que preguntarse si las leyes francesas son compatibles con la Sharia. Pero es que estas disposiciones van en contra de lo que tenemos en común con los hombres de cualquier religión. Al alejarnos de ellos se hace imposible cualquier diálogo y nos conduce a una sociedad en la que las comunidades, cada una defendiendo sus propios intereses, se ignoran o incluso se odian mutuamente en un pretendido «multiculturalismo» que en realidad no es inculto.
Nada como esto, en cualquier caso, para arrojar a los «moderados» a los brazos de los que se burlan de sus pretensiones y les dicen que no hay nada que sacar de un Occidente que de todas formas está irremediablemente podrido. Uno puede, dependiendo de su temperamento, sacudir el árbol para acelerar su caída o esperar pacientemente a que caiga. Y en todo caso, por el momento, evitar por todos los medios (velo, barrios, escuelas, etc.) el contagio.