“En la vida del hombre, de la familia y de los grupos humanos, lo primero y capital es, desde el punto de vista psicológico la vinculación. Vinculación significa disponer de un lazo afectivo inicial con los otros que se viva como absolutamente seguro, incluso antes de saber dudar. (…) Lo segundo, tan importante como lo primero, es ser capaz de desarrollar, a partir de esta vinculación, suficiente seguridad y autonomía personales”. (Mariano Yela).
Homo familiaris
- Volvamos a la casa y a la necesidad de nuestra estancia en ella. Decíamos que nuestra época nos empuja a estar poco tiempo en casa y mucho en la calle, entendiendo por “calle”, lo que no es casa.
Hacíamos en el artículo anterior un canto de la vida hogareña, pero ¡cuidado!, la bondad de la casa no se reduce a estar entre sus paredes, pues podemos pasar mucho tiempo en casa y no tener vida de familia, cosa bastante frecuente, por otra parte. Hay casas actuales que se parecen más a las antiguas fondas que a verdaderos hogares. La fonda era el lugar de prestación de servicios básicos retribuidos, a ella se iba a comer, dormir y asearse, y ahí acababa su misión. Por supuesto que esas necesidades también las cubre el hogar, pero con ello no cumple con su función principal.
Lo específico del hogar es que sea una comunidad basada en el amor y la entrega de quienes lo forman, que cada miembro de la familia y todos juntos se perfeccionen en cuanto personas. El hogar es -debería ser- el nicho ecológico para el crecimiento personal del hombre, el cual solo es posible con la vida en común. Aquí reside la grandeza del hogar y su valor inigualable, no tanto en que resuelve las necesidades primarias de los individuos sino en que ofrece un hábitat de vida compartida, un espacio acogedor y un clima de relaciones únicas, donde la persona es querida por sí misma, por ser quien es, de modo que pueda recibir a los demás y darse a ellos con la garantía de no ser herida ni rechazada.
Ese es el patrón ideal, pero no por ser ideal, es utópico.
Hoy a muchos les parecerá utópico, pero no lo es. Más o menos próximos a este patrón, más o menos distantes de él (según las deficiencias de cada caso y de cada casa, que nunca han faltado), pero teniéndole como referente, han vivido generaciones enteras durante siglos y, aunque este modelo ha sufrido una merma inmensa en las últimas décadas, todavía son muchos los hogares que lo mantienen como ideal y lo llevan a la práctica en su día a día. Es verdad que a la perfección última no podremos llegar, porque la familia humana perfecta solo ha sido una, la Sagrada Familia de Nazaret: José, María y Jesús; lo cual no es obstáculo para que nuestras familias se fortalezcan cada día más en lo que están llamadas a ser: verdaderos centros de santidad y calor humano al mismo tiempo, santuarios de la vida, escuelas de virtudes para aprender a conducirse y talleres donde ejercitar en el arte de vivir y reparar caídas.
Esta es una nueva oportunidad que nos brinda la Covid-19, en nuestras manos está sacarle todo el bien que podamos. Descubramos o redescubramos este ideal que para muchos es totalmente desconocido, y esta oportunidad, ofrezcasela a los jóvenes. Si una parte importante de nuestros jóvenes no siente ninguna atracción por la vida de familia ni por fundar nuevas familias, es por falta de experiencia de auténtica vida de familia. ¿Cómo van a entusiasmarse con fundar familias los que han vivido historias familiares grises, anodinas o tristes? Ya que tenemos que quedarnos en casa, hagamos de la obligación virtud, aprovechemos para tener vida de familia, para conocernos, para dedicarnos tiempo, para rezar, para aprender, para jugar… Seamos creativos, son innumerables las actividades que se pueden hacer juntos. Juntos, digo, porque lo importante no es la materialidad de lo que se haga sino la convivencia que pasará a ser parte de la historia personal de cada miembro; convivencia, no mera coexistencia, convivencia, que significa tener vida compartida.
Toda familia es un entramado de relaciones único, de cada miembro con cada miembro y de todos con todos, que conforman el clima propio de cada hogar, el cual es a su vez, un poderoso factor de formación de la personalidad individual.
Creo que atina Miguel Hernández en estas dos estrofas del poema “Hijo de la luz y de la sombra”, cuando, dirigiéndose a su esposa, dice que no la quiere a ella en solitario, sino vinculada a su ascendencia y descendencia:
No te quiero a ti sola: te quiero en tu ascendencia
y en cuanto de tu vientre descenderá mañana.
Porque la especie humana me han dado por herencia
la familia del hijo será la especie humana.
Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos,
seguiremos besándonos en el hijo profundo.
Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos,
se besan los primeros pobladores del mundo.
Homo familiaris significa principalmente esto, que los humanos no somos entes individuales encerrados en nosotros mismos. Pero no basta con la proximidad física. Antes ponía como contraejemplo de familia a las antiguas fondas, ahora me cuadra más el de hormiguero, una colectividad organizada de individuos autómatas, cada uno muy afanado en sus tareas particulares, sin relación personal de nadie con nadie. Por desgracia, son muchas las familias que tienen que sufrir un estilo de vida parecido al del ejemplo. Todos los miembros con su agenda bien repleta de actividades exclusivas, aunque haya que coordinarlas con las de los demás porque vivimos bajo el mismo techo. Cada cual con “su” tiempo distribuido según sus necesidades o intereses, y cada cual ocupando “su” espacio, a modo de claustro individual. Eso no es -no debería ser- una familia.
En la familia tiene que haber tiempo y espacio para todo, para la vida individual, porque el cultivo de la intimidad es necesario, y para la vida común porque solo con la relación podremos crecer y madurar convenientemente. Tiempo y espacio, las dos coordenadas que nos sitúan en la realidad de este mundo y que los criterios dominantes de esta época consideran, erróneamente, de soberanía individual absoluta.
Ahora bien, para terminar, digamos también que ese ideal sublime de familia comporta un riesgo muy peligroso, un riesgo común a todo lo que es sublime que siempre está presente: su perversión.
Si un ideal tan alto se pervierte, los daños son irreparables. Corruptio optimi pessima, dice un antiguo adagio (la corrupción de lo óptimo es lo pésimo). No es lo mismo hacer un roto en una camiseta usada que hacerlo en un traje de fiesta. Aplicado a nuestro tema significa que en ningún sitio se le puede hacer tanto daño a una persona como en su propia casa. No es el propósito de este artículo, ni tengo el más mínimo interés en hablar de la perversión en el seno de la familia, pero sí me parece obligado dejar constancia de que uno de los silencios más graves de nuestra época está en callar acerca de la violencia y los abusos que sufren los niños y los ancianos, o sea los más débiles, allí donde debían encontrar la mayor seguridad, en sus propias casas. Un asunto escandaloso, gravísimo, que parece que nadie quiere afrontar en serio, ni hablar, ni oír hablar de ello. Sabemos que existe porque de vez en cuando alguna noticia suelta salpica los informativos, lo cual está indicando que el problema existe aunque esté tapado.
Los estrategas del feminismo radical, activistas de una falsa promoción de la mujer mediante el ‘empoderamiento’ femenino, vienen orquestando, una tras otra, sucesivas campañas contra lo que llaman violencia machista, apoyándose en un punto de razón que manipulan con irracionalidad evidente: los atropellos cometidos contra las mujeres. Digo que manipulan irracionalmente y me quedo corto, habría que decir hipocresía, porque lo que condenan es lo que ellos mismos vienen fomentando. Está por ver que el feminismo que más se hace oír mueva un solo dedo contra lacras como la promiscuidad sexual, la pornografía o la prostitución. Al contrario, calla y las justifica, según le convenga, y en muchos casos las alienta como si fueran ejercicios de libertad, cuando es bien sabido que ahí están las fuentes principales de donde brotan los mayores atentados contra la integridad y la dignidad de la mujer.
Tiempo y espacio, las dos coordenadas que nos sitúan en la realidad de este mundo y que los criterios dominantes de esta época consideran, erróneamente, de soberanía individual absoluta. Share on X