Hay dos formas de vivir el cristianismo que lo lastran empujándolo a la marginalidad. Una es la catastrofista, sobre la que ya advertía Romano Guardini, que consiste en verlo todo tan mal, que lo único que puede salvarnos es vivir encerrados en nuestra comunidad sin participar para nada en ningún aspecto público de la vida secular, y menos que nada si se trata de participar en el debate político.
Se desprecia así una gran posibilidad de trabajar para el Reino de Dios, porque como incluso afirma Habermas: “la normativa con la que el Estado liberal confronta a las comunidades religiosas concuerda con los propios intereses de éstas, en el sentido de que con ello les queda abierta la posibilidad de, a través del espacio público-político, ejercer su influencia sobre la sociedad en conjunto”, y han de hacerlo además dejando sentada otra afirmación también de Habermas: los ciudadanos secularizados ni pueden negar en principio a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas.
Hay un trasfondo, una permanente tentación donatista, catara en aquella actitud.
El otro gran lastre, consiste en considerar que la solución radica en “ser como el mundo” porque considera que la Iglesia se ha apartado demasiado de sus valores y referencias. Ciertamente se trata de una idea de escasa racionalidad. La Iglesia es un sujeto colectivo y una institución surgida directamente de Dios en la persona de Jesucristo, y cuyo origen es tan concreto como la Pentecostés. Transita en la historia,la atraviesa hasta el fin de los tiempos, está presente en las distintas culturas y civilizaciones de cada época y cada lugar, pero no forma parte de ellas. Las inculturaliza, permea, influye, modela desde su realidad.
Si siguiera modelos mundanos de cada época, con sus culturas y civilizaciones pasadas a mejor vida, hoy poco quedaría de la Iglesia.
Cuando se plantea la necesidad de “ser como” se está formulando en realidad, un discurso desde el supremacismo occidental, porque bajo esta visión “El Mundo“ sólo señala en realidad los modos y maneras de una parte de Occidente, de Europa y aún no toda, de una parte de la sociedad americana y de los dos estados de las antípodas, ex colonias británicas. Pero obviamente esto no es el mundo y de hacerle caso cancelaría toda posible incardinación de la Iglesia en otras culturas.
Pero, además, muchos de los que defienden esta semejanza son selectivos. Se trata sobre todo de una mejor aceptación del aborto, de la eutanasia, del matrimonio homosexual, de la promiscuidad sexual, de la perspectiva de género, pero en ningún caso consideran que la Iglesia debe aproximarse a la realidad más extendida en el mundo, que es la concepción de la supremacía del mercado, que la Iglesia rechaza. En otras palabras, lo que persigue esta aproximación al mundo no es otra cosa que una interpretación subjetiva que obedece a una coyuntura histórica muy concreta de una parte de la sociedad, y claro con este bagaje no se puede abordar la realidad de una institución dos veces milenaria. Hay que ser más serios.
Ambas visiones se presentan en formas “duras”, pero están mucho mas extendidas sus versiones lihgt, que entorpecen, por la maraña de ideas que generan, la tarea de los laicos en el mundo, que requiere de ideas claras y unidad de propósito.
Si siguiera modelos mundanos de cada época, con sus culturas y civilizaciones pasadas a mejor vida, hoy poco quedaría de la Iglesia Share on X