Muchos, bienintencionados ellos o papagayos, se empeñan en repetir que el mundo ha cambiado con la pandemia, como si la tormenta hubiera pasado y hubiésemos reconquistado ya el Jardín del Edén. Por el contrario, es más algo así como un deseo amoroso, condescendiente y paternalista, dirigido a ciudadanos de a pie, en realidad hecho de pavor hacia un mundo que se daba por poderoso y ahora ven destrozado por un microbio microscópico, así, ¡plas!, como quien dice en dos días. Querrían, bien seguro, que no fuera a provocarnos un daño psicológico a todos (si no nos lo ha provocado ya). En todo caso, ahora, tras advertir unas leves lucecitas que señalan el cambio (más tenues que suficientes), ya dan por hecho que el cambio está aquí, que llegó la ansiada “nueva normalidad”. ¡Y nada más lejos de la realidad, esa que imaginan!
Desde una óptica totalmente diferente, el Papa Francisco manifiesta prudencia cuando nos plantea que el mundo “está despertando un poco” (homilía de la misa del Día de Oración por la Humanidad). El Papa no esconde ni ignora nada (¡como tantos!) y proclama desde sus inicios como sacerdote, insistentemente y de muy diversas maneras, algo que ese día sintetizó aduciendo que en el mundo tenemos “otras pandemias que hacen morir a las personas y no nos damos cuenta, miramos a otro lado”. Se refiere a “hambres y guerras” y puntos suspensivos, que de haberlos, haylos.
Ciertamente, el virus nos ha dejado noqueados, a algunos como anestesiados ante el general desconcierto. Sin embargo, la mayoría aletargada (como siempre) exuda voces y actitudes que parece que sí, que quieren un cambio, ahora más que nunca. A decir verdad, es un cambio que hace mucho que reclaman unos más fuerte que otros, dejándose llevar impotentes por el clamor de los hechos que ahora, de golpe, nos sorprenden a todos y nos dejan tiesos. Toca reconstruir. Pero, ¿serán capaces, por fin, los poderosos de la Tierra, de ceder el terreno que, hermanados durante siglos y con tesón, han ido acaparando, con falsedad y alevosía, para sí mismos y su programa de dominio?
Sea como fuere, abramos los ojos de una vez, desperecémonos, y veremos el campo con las espigas doradas, a muy poco del tiempo de la siega (Jn 4,35). Pero atención con los nubarrones que, allá por detrás de aquellas matas de siempre perdidas en el horizonte, acechan más que nunca. Ha habido entre nosotros otras circunstancias parecidas de guerras y crisis que han sido provocadas a voluntad en unos casos y por dejadez y oportunismo en otras. ¿Delirio? Más bien confabulación.
Por eso, ahora que todavía no sabemos con certeza si esta pandemia y la crisis que nos viene a consecuencia de ella han sido provocadas hábilmente en el laboratorio central del dominio planetario o en el de sus oponentes, debemos ser cautelosos antes de seguir a las voces de sirena que nos cantan y más nos cantarán, susurrándonos al oído o a gritos: “¡No les sigáis!, ¡son enemigos!”, “¡Seguidme a mí!, ¡soy vuestro amigo!”. Eso nos abocaría peligrosamente a ver salvadores donde no hay más que cantamañanas.
Algo hay cierto, y es que estamos ante una nueva etapa que nos retará de lo lindo. De nosotros depende decidir si seguimos cada uno por su lado salvando su pellejo (o creyéndoselo), o si vamos todos juntos, arrimando unos más que otros el hombro, y aplicándonos a conciencia. Una conciencia que o despierta de su letargo o, como aseguró el Papa unos días después en otra de sus homilías diarias en Casa Santa Marta, “muchos tienen muchas cosas, pero falta el Padre». Y ahí está el secreto, la única salida que hay y que debemos acertar a encauzar, so pena de terminar aplastados: amarrarnos a la Santa Madre Iglesia, el hogar de Dios en la Tierra, su cuerpo místico, establecida por su propia Palabra (Mt 16,18-19; Jn 1,9-14).
Por tanto, las enseñanzas de nuestra Santa Madre Iglesia nos señalan y abren la puerta (angosta) de entrada y de salida. Como nos asegura claro e insistente Jesucristo -nuestro Buen Pastor (Jn 10,11)-, nosotros, sus hermanos y hermanas, seremos las ovejas del rebaño por Él escogido, y podremos entrar y salir del redil y encontraremos pastos (Jn 10,7-10), si aceptamos humildemente nuestra indigencia.
Esto es lo más importante y determina todo nuestro actuar. Si no bajamos la cabeza y no aceptamos cada uno nuestro lugar en casa del Padre con humildad, las fuerzas del Mal nos esperan fuera y también dentro, personificadas en lobos feroces que nos dispersarán definitivamente y nos comerán devorándonos a placer. No obstante, será tan solo un soplo de locura idolátrica hasta que vuelva Jesucristo en su gloria (Mc 8,38 y otros) y separe sus ovejas de las cabras. Llegará sin demora la prometida liberación del pueblo elegido, y la llevará a término teniendo en cuenta a aquellos de nosotros que le hayamos permanecido fieles, y rechazará para siempre al Infierno eterno a sus adversarios (Mt 25,31-46).
Ese es el sendero angosto que lleva a la nueva Humanidad, a la Vida (Mt 7,13-14). “Me voy a prepararos sitio”, pero “volveré”, asegura nuestro Señor (Jn 14,1-4). Sin embargo, mientras nosotros tratamos de hacerle sitio a nuestro Rey, el demonio quiere destruirle su obra, con nosotros a veces haciéndole el juego. He ahí la gran tensión de los Últimos Tiempos (Mt 20,16): construir o destruir. La decisión es nuestra. Y eso es una revolución de revoluciones. La Gran Revolución.
Muchos se empeñan en repetir que el mundo ha cambiado con la pandemia, Por el contrario, es más algo así como un deseo amoroso, condescendiente y paternalista, dirigido a ciudadanos de a pie Share on X