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¿Crisis de la democracia o crisis liberal?

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El liberalismo político vive una profunda crisis que afecta a las instituciones de gobierno en todo Occidente, y también en América Latina. El resultado certifica el diagnóstico que la cultura de la desvinculación, relevante o hegemónica en todas las sociedades que sufren la crisis, tenía que conducir necesariamente a una situación de este tipo.

El debate en España sobre esta gran quiebra de aquella visión filosófica y política se hace sobre todo desde premisas liberales, que son precisamente las que han conducido a la crisis. Se manifiesta en la economia en términos de desigualdad y parálisis del ascensor social, pero en realidad arranca de unos fundamentos que están relacionados con el capital moral, y que desde el punto de vista filosófico ya diagnosticó en Tras la Virtud Alasdair MacIntyre en 1984.

Todas las interpretaciones del problema desde la perspectiva liberal, parten de un implícito común al que formulaba Fukuyama en 1992 con “El fin de la Historia y el último hombre”. Su tesis era que el capitalismo, y la democracia liberal a él aparejada, no son una tradición política más, sino el estadio final de todas ellas; “el fin de la historia”. En su momento aquella valoración fue objeto de fuertes críticas, a pesar de que el momento histórico era mucho mejor que el actual, y precisamente de la bonanza surgía aquella teoría. La paradoja es que hoy el liberalismo se defienda haciendo suyas aquellas tesis de Fukuyama.

The Economist, una de las biblias del liberalismo, se vio en la necesidad de publicar un manifiesto en septiembre del año pasado que comenzaba así: “El liberalismo hizo el mundo moderno, pero el mundo moderno se está volviendo en contra de él. Europa y América se encuentran en medio de una revuelta popular contra las élites liberales, a los que se considera autosuficientes e incapaces, o que no están dispuestos, a resolver los problemas de la gente común“. El diagnóstico es contundente: la sociedad coetánea se revuelve contra el liberalismo y las elites- no solo económicas- que genera. Lo que estamos viviendo -populismos incluidos- no es tanto una crisis de la democracia como de la manera de entenderla y aplicarla.

En nombre del liberalismo político todo principio o fundamento solo es válido si es el resultado de un proceso procedimental, el de la democracia parlamentaria, y todo se puede modificar, excepto lo que el propio liberalismo ha determinado que es inmodificable. Niega que existan fundamentos pre políticos de la democracia, la base del famoso debate entre el entonces cardenal Ratzinger, después el papa Benedicto XVI y Habermas,  Y en aquella negación  se encuentra una de las causas de su quiebra.

El liberalismo proclama la neutralidad del estado en temas morales, y a su vez, y de manera muy acusada, en España y otros países, establece estrictas pautas morales decretando como deben educarse sexualmente a los niños en la escuela pública, como debe ser el matrimonio, como han de repartirse las tareas del hogar, sobre qué pueden y no pueden debatir un hombre y una mujer, o negando todo derecho del ser humano concebido. Decreta dogmas intocables como la perspectiva de género convertida en doctrina de estado.

La economía ha de estar desregulada en la mayor medida posible, no debe existir sector público, ni planificación indicativa, pero al mismo tiempo se entromete dentro de los hogares, de los dormitorios de cada familia. Quiere el estado del bienestar, pero promueve conductas individualistas que destruyen la comunidad necesaria para que el bienestar exista. Son incoherentes con sus propios postulados, y el resultado es el estallido de las contradicciones inasimilables. ¿Por qué cómo se van a alcanzar los bienes comunes sin comunidad capaz de realizarlos?

Los liberales no son capaces de reconocer su responsabilidad en el ascenso de los movimientos iliberales, a base de alinearse de manera acrítica con la globalización. Han cometido una especie de suicidio al identificar la globalización observando solo el PIB y las ganancias de sus elites, y celebrar la reducción de la cifra de paro sin atender a la perdida de significación social i económica del trabajo creado. Así ha surgido una nueva clase social, el precariado. El liberalismo ha mostrado su incapacidad para responder a tres grandes retos: el crecimiento de la desigualdad y la parálisis del ascensor social, la ruptura de la solidaridad generacional en perjuicio de los jóvenes, y la crisis ambiental con el cambio climático como principal, pero no único exponente. Y para superar esta incapacidad, se ha entregado en cuerpo y alma a las políticas de la perspectiva y feminismo de género, presentándolas como la acreditación del progreso. Ellas son el último buque insignia de la escuadra liberal y social liberal. Todo esto va siendo tan evidente que la reacción era ineluctable.

Pero otro liberalismo es posible. Es el perfeccionista que postula Raz como autoridad intelectual más conocida, y que coincide en muchos aspectos con otra perspectiva, esta no liberal, el comunitarismo de Sandel a Etzioni, y de Taylor a MacIntyre, entre otros más.

No, no es la democracia la que está en peligro, sino el liberalismo, y la solución difícilmente surgirá de quienes se niegan a admitir que son la causa de las actuales rebeliones. Solo será posible desde una tercera posición capaz de superar el conflicto-liberalismo-reacción y liberarnos de los paradigmas que han construido la sociedad desvinculada a fin de construir una política que recupere con rigor la finalidad del bien y los bienes comunes, mediante la transformación basada en la regeneración y la reforma de las prácticas sociales y políticas, y de sus Instituciones.

Artículo publicado en La Vanguardia

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